José Ortega y Gasset, filósofo e intelectual español del siglo XX, en 1930 escribió La rebelión de las masas, donde advertía con lúcida preocupación sobre el ascenso del “hombre-masa”, ese sujeto promedio que, satisfecho en su medianía, desprecia al experto, a la élite cultural y a los valores que fundaron la civilización moderna. Lo alarmante no era solo la irrupción de las masas en la vida pública, sino su convicción de que podían prescindir del mérito, del conocimiento y de la responsabilidad. A casi un siglo de su publicación, la obra conserva una vigencia inquietante, especialmente en el contexto latinoamericano.
“El hombre-masa”, según Ortega, “no es el hombre común, sino un tipo de hombre que se siente igual a todos y, por tanto, se cree con derecho a imponer su vulgaridad”. Esta actitud se ha vuelto predominante en ciertas democracias latinoamericanas, donde se ha confundido la inclusión con el populismo y la participación con la anulación de toda jerarquía intelectual o ética. Los méritos y probidad se dejan de lado y predomina la mediocridad, se confunde la democracia con la lumpenización intelectual de la administración pública. No es un rechazo a las oligarquías, sino de una aversión irracional a toda forma de excelencia.
Este fenómeno ha sido abordado también por pensadores contemporáneos como Mario Vargas Llosa, en La civilización del espectáculo, donde denuncia cómo el entretenimiento ha desplazado a la reflexión, alimentando una ciudadanía desinformada, vulnerable al discurso fácil y emocional. En países como Argentina, México o Ecuador vemos cómo líderes sin trayectoria, pero con audacia mediática, han ascendido al poder apelando al resentimiento social, populismo y demagogia, pero sin un verdadero proyecto de transformación.
Este desajuste es producto de una crisis de educación y cultura. Como señalaba Antonio Gramsci, “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”. América Latina permanece atrapada entre la desconfianza hacia sus élites tradicionales –a menudo justificable– y la imposibilidad de construir una nueva dirigencia ilustrada, comprometida con el bien común y no con su beneficio o supervivencia electoral.
Ortega advertía que la técnica moderna, al facilitar la vida, ha producido generaciones que disfrutan de sus frutos sin comprender el esfuerzo que implicaron. Algo similar ocurre en nuestras repúblicas, instituciones democráticas son usadas sin aprecio por su fragilidad; los derechos se exigen sin asumir los deberes y la libertad se confunde con capricho. Así, el “hombre-masa” no solo es el ciudadano común, sino gobernantes, legisladores, jueces, ministros o cualquier funcionario que incumple su deber de ilustrar, guiar y decidir con grandeza, por ser parte de la masa y el lumpen.
Recuperar la intelectualidad, probidad, el mérito y la ética en la vida pública es hoy un acto de resistencia. América Latina no necesita menos pueblo, sino más ciudadanía; no menos democracia, sino mejor educación. En palabras del propio Ortega, “ser de la mejor calidad que se pueda ser, ese es el único deber ineludible del hombre”. (O)