Fue en casa de mis abuelos donde conocí la pasión por la prensa escrita. Allí donde el desayuno se servía junto a 3 diarios, con sus alas desplegadas sobre el mantel blanco. De allí pasaban a la sala, la cocina, el dormitorio, el baño y, al final del día, terminaban en una pila al costado de las escaleras que descendían al sótano. Allí reposaban durante algunas semanas, hasta que mi abuelo hallaba el tiempo para recortar los textos que conservaría en su biblioteca. Esos recortes de periódicos ascendían a una nueva categoría: de noticias diarias, que se leen, comentan y olvidan, pasaban a ser memorias de larga vida, objetos dignos de habitar por siempre entre las páginas de alguno de los miles de libros de su biblioteca (por su afinidad temática) o en carpetas donde los archivaba minucioso.

Mis primeras memorias de estos rituales periodísticos datan de mis 6 años. Me fascinaba el crujir de las páginas mientras buscaba los cómics. Con el tiempo me aficioné a los crucigramas y me detenía conmovida ante los partes mortuorios, sombría y elegante geometría donde un día apareceríamos todos, también yo, me decía ya de niña. Poco a poco empecé a entender también las intrincadas historias políticas y sociales. El olor a papel y tinta se convirtió en señal inequívoca de que la vida era emocionante, extraña, triste, feliz; trágica, escandalosa, aterradora; tierna, graciosa, finita e infinita. Leía con especial atención uno de los diarios: El Universo. Quizá por su nombre o por su contenido (a los 10 años no me quedaba claro) me hacía sentir que el mundo era grande. Pronto descubrí también la columna del Pájaro Febres Cordero, y entonces le pedía a mi abuelo que me la recortara, para releerla y reír el doble. Creo que así empecé a entender de política, entre risas, a comprender por qué mi abuelito solía repetir “una sinvergüencería” mientras leía sobre actualidad nacional. Yo pensaba que era justo que en esas páginas se denunciara a tales bandidos, porque sino, ¿cómo sabríamos las cosas que hacían en secreto? (Alguna vez, debo confesarlo, temí que alguna de mis fechorías infantiles terminara impresa en las páginas del diario, y que todo el mundo se enterara así de que tan santa no era la Margarita).

Pero la maravilla del diario no terminaba ahí. Recuerdo cuando mi abuelo me anunció que a partir de ese domingo El Universo vendría con una colección de literatura universal: semanalmente recibiríamos una novela o poemario de algún gran escritor (hasta Alemania me he traído esos ejemplares que alimentaron mi amor por la literatura). Y después vino la colección de música clásica: unos cuadernillos marrones con CDs e información sobre cada compositor: Dvořák, Vivaldi, Brahms... Era la primera vez en mi vida que podía escuchar esta música en mi habitación, acariciarla, repetirla, ocuparme en soledad de sus misterios.

Me enamoré de la prensa impresa mucho antes de decidir estudiar periodismo. Todavía no se me había ocurrido que podría ser yo una de esas personas cuyas palabras quedaban impresas en tinta negra, aunque a la semana siguiente terminaran en pilas en la escalera, aunque los usáramos más tarde para envolver aguacates (un honor, terminar tu vida entre tanta ricura), copas o platos, para limpiar ventanas, forrar cuadernos. La palabra impresa me parecía maravillosa y sagrada aún cuando acabara de relleno de año viejo, ascendiendo al cielo entre camaretas, gritos y canciones.

Cien años ha cumplido ya este diario que me ha acompañado toda la vida, que ya es casi la de una señora de las cuatro décadas. El centenario de El Universo lo celebro ya no solo como fan, sino como algo que no imaginé ni en mis fantasías más ambiciosas: como parte del equipo. Mi abuelito aún vivió para sostener entre sus manos varios ejemplares con mis columnas, y cada vez que visitaba el Ecuador me hacía llorar mostrándome la carpeta donde las guardaba, convertidas ya en “recortes” de periódicos, para la eternidad. Los que amamos el periodismo sabemos que la prensa escrita no morirá; quienes estamos habitados de memorias hechas de olores, sabores, sensaciones sobre la piel, sabemos que tampoco perecerá la prensa impresa. Por más práctico, ágil, actual y global que sea el periodismo digital, todavía no estamos listos para despedirnos de la compañía de un objeto tan familiar como el papel periódico. Celebro la larga vida de diario EL UNIVERSO desde mi experiencia personal, pero también desde todas las vidas que se encuentran en sus páginas: colegas columnistas, redactores, investigadores, editores, presidentes, lectores, recortadores, niños exploradores. Larga vida para este diario porque, como dice el poeta, es lo efímero lo que perdura.