Cuando la realidad supera a las reglas, hay que cambiar las reglas. Y para hacerlo, hay que considerar que todos los poderes son responsables y que deben obrar en consecuencia.

La Corte Constitucional, CC, no puede quedarse entrampada en sus razonamientos, ni el presidente puede complicar la situación. Es deber de todos buscar soluciones y, si es preciso por el bien del país, hacer un acto de grandeza: conversar, dialogar con franqueza y apertura, porque, mientras asistimos a debates jurídicos interminables y a luchas de poder, el país se hunde. Así pues, no más espectáculo, no más especulaciones y decretazos. Se requiere prudencia y responsabilidad de todos, para eso se eligió a los unos y se designó a los otros. Todos ellos son servidores de la gente. Ninguno es dueño del poder.

Las leyes, incluyendo en ese concepto a la Constitución, deben ser justas, esto es, expresar los valores y la cultura de la comunidad, pero, además, deben ser útiles para las personas y funcionales a la sociedad. Deben ser razonables y sus autores nunca deben perder de vista que sus contenidos tienen que ver siempre con los derechos fundamentales, con la prosperidad y la seguridad.

El Estado se inventó para dotar de racionalidad y seguridad a la vida. Los mandatarios, jueces y legisladores, tiene legitimidad cuando observan y cumplen la obligación de crear las condiciones necesarias para que la libertad sea posible y la responsabilidad opere. El sentido de servicio tiene que ver con la “moral del poder”. Se manda y se resuelve para servir. Se manda para cumplir un encargo, no para someter ni para obrar en beneficio de una doctrina o un proyecto por el cual la comunidad no ha votado.

Si el objetivo de la legalidad es la preservación de los derechos de los individuos, y si las normas dejan de ser útiles, si estorban a la libertad y a la vida, el imperativo es derogarlas o remplazarlas. La sabiduría del legislador, del gobernante y del juez consiste, precisamente, en entender a la sociedad y obrar siempre sin olvidar la tarea esencial del sistema legal: la protección de las personas y sus derechos.

La funcionalidad de la ley está reñida con su transformación en tótem inservible o en consigna ideológica. Del mismo modo, la jurisprudencia debe ser útil a la finalidad de las reglas, porque si vivimos en democracia, el gobierno es de la gente, no es el imperio de los jueces ni la dictadura de los precedentes.

En suma, insisto, todo esto obliga a asumir que la ley es instrumento de los derechos, y que los derechos no son declaración insustancial, y menos aún, recurso u objeto de estrategias de cualquier signo.

Los derechos fundamentales y sus garantías pueden vaciarse de contenido. Eso ocurre cuando las normas que deben encarnarlos se distancian del sentido común político, esto es, de la cultura del servicio. Frente a ello, es obligación de todos quienes ejercen el poder o tienen competencia sobre el cambio de las normas proceder con la prontitud y la claridad que las circunstancias imponen. (O)