En Nochebuena, el mundo cristiano hace una pausa conmovedora. La ternura obtiene por unas horas carta de ciudadanía. Suenan villancicos, unos ingenuos, otros de una belleza sublime. Mientras, afuera el planeta sigue organizado por hombres guerreros que deciden guerras que no pelean, fronteras que no cruzan, muertos que no entierran.
La Navidad irrumpe como una interferencia tierna, en medio del consumo, de la fuerza y la dureza. Es una ternura subversiva, radical, propia de quienes creen que el mundo puede organizarse alrededor del cuidado y no de la dominación. Los encuentros, la familia, las relaciones se vuelven prioridad, y la soledad –esa vieja herida– se hace más difícil de sobrellevar.
Si uno lee el Evangelio con atención, hay que admitirlo: Jesús es un problema. No vino a resolverle la vida a nadie. No vino a ordenar el mundo. No vino a traer tranquilidad.
Vino a incomodar, a descolocar, a volver inservibles las respuestas fáciles.
Desde el comienzo, su historia es una cadena de conflictos que nadie pidió y que muchos quisieron evitar. Ni siquiera pudo nacer donde correspondía. No hubo casa ni condiciones mínimas.
Dios, hecho niño, empezó siendo un estorbo. Un problema logístico. Una presencia que no encajaba.
Y apenas nacido hubo que huir. Para que viviera, otros tuvieron que escapar. Migrar. Convertirse en extranjeros.
Luego crece en Nazaret, un pueblo del que –según los expertos en religión– no podía salir nada bueno. Dios elige la mala fama. El margen. El lugar que no cuenta.
No se esfuerza en mejorar su currículum: lo dinamita.
De niño ya desconcierta. Se pierde. Se queda enseñando en el templo. No responde a la lógica familiar ni a la obediencia esperada.
Hay en él una fidelidad más honda que empieza a generar preguntas incluso en los suyos.
De adulto, el problema se vuelve público. Echa a los vendedores del templo y rompe el delicado equilibrio entre fe y negocio. Habla con prostitutas. Se sienta a la mesa con cobradores de impuestos. Cruza fronteras religiosas conversando con samaritanos. Se deja tocar por mujeres. No distingue entre puros e impuros. No protege la respetabilidad de nadie.
Jesús no trae calma: trae fricción. No administra consensos: los rompe. No acomoda a las personas al sistema: pone el sistema en crisis.
Nuestro desafío es celebrar el nacimiento, dejarnos invadir por la ternura, sin neutralizar el mensaje. Porque si algo muestra su historia es que Dios no se especializa en tranquilizar conciencias, sino en crear problemas nuevos: el problema de mirar al que no mirábamos, el problema de movernos de lugar, el problema de dejar de llamar normal a lo injusto, el problema de elegir la humanidad antes que la comodidad.
Tal vez por eso la Navidad no es un día para los que buscan respuestas, sino para los que se animan a quedar descolocados. No es la fiesta de un Dios que viene a calmarnos, sino de uno que viene a desordenarnos con amor. Quizá ese sea el verdadero regalo: que algo en nuestra vida ya no encaje igual, que ciertas seguridades se vuelvan incómodas, que el mundo, por fin, deje de parecernos aceptable tal como está.
Porque hay problemas que no se resuelven. Se asumen. Y desde ahí, muy despacio, empieza a nacer algo nuevo. (O)










