El juicio político a miembros de una Corte Constitucional del Ecuador no es nuevo. Valga solo recordar el 25 de noviembre de 2004, cuando una mayoría parlamentaria sesionaba en Quito con el objetivo de cesar en sus cargos a los vocales del entonces Tribunal Constitucional.

Esta sesión se dio en momentos en los que en el Ecuador predominaba el caos institucional, que abarcó a todas las instituciones del Estado y la sociedad. Desde el año 1996 hasta el 2007, ningún presidente logró culminar su periodo de manera ordinaria. Hubo Asamblea Constituyente, tres Cortes Supremas de Justicia, dos Tribunales Constitucionales, un contralor general del Estado prorrogado, etc.

Estos hechos son relatados pormenorizadamente en la sentencia del caso denominado Camba Campos y Otros vs. Ecuador, emitida por la CIDH, en donde, más allá de los actores y personajes citados, se recalca la importancia de la independencia judicial como principio fundamental de la democracia y del Estado. En dicha sentencia se reconoció la violación de dicho principio constitucional por parte del Ecuador, por haber destituido ilegalmente a los miembros del entonces Tribunal Constitucional, así como también se le ordenó cancelar una indemnización económica al Estado ecuatoriano.

Es decir, hablar de “responsabilidad política” de los miembros de una Corte Constitucional, a cargo de una Asamblea Nacional, no es ajeno ni distinto a la realidad ecuatoriana. Solo que da resquemor recordarlo por el mal sabor que deja la vergüenza de perder los casos en una corte internacional y el “dolor de bolsillo” que significa pagar, con recursos públicos, las indemnizaciones. ¿Vale la pena repetir el viejo Ecuador que ya vivimos?

El presidente de la República, Daniel Noboa, hace pocos días propuso al país una pregunta de referéndum constitucional para restituir esta misma responsabilidad política de la Corte Constitucional, pero aplicada a la realidad actual.

Más allá de la discusión formal, técnica o institucional del asunto, es prudente preguntarnos si vale la pena otorgar a la clase política, fielmente representada en la Asamblea Nacional, el poder de “juzgar” a los jueces de la Corte Constitucional. O preguntarnos, por un acaso, si vale la pena seguir pagando indemnizaciones por vulnerar principios democráticos, tal como sucedía en el 2004.

De ser aprobada esta pregunta en los términos y condiciones planteados, reinauguraremos oficialmente la etapa de pugna política por el poder de interpretación constitucional en el país, así como pondremos en la palestra política a los jueces constitucionales, subsumiéndolos así a los designios de asambleístas garabateros, saltimbanquis y payasos.

Si el interés oficialista es volver al caos institucional con la Corte, o ampliar el circo mediático de los juicios políticos, el presidente está bien encaminado. Volveremos al desfile pintoresco de jueces constitucionales en los pasillos legislativos. Todo un zafarrancho político-constitucional.

El nuevo Ecuador, reflejado en el viejo. (O)