La culpa fue de aquel oso de peluche color rojo chillón. Fue él quien hizo que, completamente dormida, mirara de reojo cómo papá y mamá lo bajaban de la parte de arriba del clóset, junto a la pelota de colores y a la muñeca italiana de abrigo de tigre.
Verlo al día siguiente sentado debajo del árbol de Navidad –con su risita hipócrita de oso bueno venido desde algún recóndito taller del Polo Norte o de algún pesebre bethlemita– me cortó de cuajo la confianza. Si ese oso de cara divina, de hermoso color rojo chillón y de suave peluche acariciable era capaz de mentir, ¿qué podía esperar una niña de cinco años del resto de la humanidad?
Tal vez ahí empezó mi desencuentro con la Navidad.
Una de las navidades más lindas que recuerdo fue la de 1961. La pasamos en Guayaquil; la pasamos en la casa de Laurita Feraud y el Mono Dávila, en aquella casa sin muro ni verja ni alambre de púas. Esa casa libre, con el árbol encendido en el jardín, con la hermosa corona de bombillos en la puerta y con todo el cuáquer friecito del mundo. Recibí el año 1962 con la brisa del río en la cara, con los impactantes monigotes (años viejos) en la avenida 9 de Octubre y sentada cómodamente sobre los hombros de papá. Fue exactamente un año antes de la traición del oso.
Como la vida es buena, hoy, la Navidad de 2025, volveré a pasar en Guayaquil. Pasaré en una casa amurallada, alarmada y alambrada, pero con gente querida. Dado el precio de los pasajes, viajaré casi llucha, con una diminuta maleta en la que habrá que poner todo lo necesario para la Nochebuena y para recibir el 2026 con el mínimo decoro.
Ahora me dispongo a hacer la maleta. Tengo que decidir qué llevo. A esta edad ya no se necesita tanta vaina si una ha aprendido a vivir con lo esencial: recuerdos, esperanzas, risas, libros, lentes, tequila e ilusiones. Los recuerdos tienen su cajita y se acomodan con facilidad; no pesan. Aunque, a veces, se llenan de nostalgia y extrañan, y hacen nudos en la garganta, y se desatan en llanto y empapan al resto de cosas.
Busco las esperanzas y no las encuentro. Juraría que estaban en el cajón chiquito porque cada vez son menos, pero solo encuentro indignación. Y esta sí que crece como masa leudando: asoma por la indolencia de las autoridades, por la indiferencia y la crueldad que no paran. Indignación por la sapada, por el engaño y la desvergüenza. Indignación por tanta injusticia añeja, por esa desigualdad endémica que nos hace llorar.
Las risas escasean en estas fechas, pero al menos un par hay que poner en el bolsillo chiquito. Los libros y los lentes siempre tendrán cabida; con la vida y los años se han convertido en un bracito adicional que me brota del costado. El tequila va. ¡Púchicas!, voy con maleta de mano, no se pueden llevar líquidos. No tengo opción: me lo beberé a su salud. ¡Salud!
Son las ilusiones las que me dan problema; son muchas. Tengo ilusión de abrazar a mis hijas, tengo ilusión de ver crecer a mi nieto y a mis sobrinos nietos, tengo ilusión de seguir abrazando a la gente querida, de sumar amigos. Tengo ilusión de que usted, querido lector, me lea y sea feliz siempre. Abrazos. (O)