“En mi opinión, lo más merecedor de misericordia en el mundo es la incapacidad de la mente humana de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de los negros mares del infinito y hemos viajado tan lejos sin intención de hacerlo”. H. P. Lovecraft, La llamada de Cthulhu.

Estoy de acuerdo –a mi manera– con lo expresado por Luis Eduardo Vivanco del portal La Posta en un video reciente titulado “La P#te@da”. Pienso que los ecuatorianos constituimos, efectivamente, una sociedad mojigata que se preocupa más por las formas y las apariencias que por la verdad y los fundamentos de las cosas. Que privilegia la etiqueta por encima de la ética, que se escandaliza por los dichos y no se pregunta por la consistencia de los discursos, que presume de sus buenas maneras para ocultar la agresividad latente en sus vínculos sociales, que ha suplantado el valor de la palabra por la retórica barata, y que ha prostituido el sentido de términos como “sexismo, clasismo, racismo y otros” para convertirlos en excusas que justifican la impunidad que reina en nuestra vida social y política. Nuestra injustificada fama de pueblo amable y hospitalario es la gabardina que tapa nuestras verdades impúdicas. Somos un pueblo de “almas bellas”, en todas las acepciones desde Schiller hasta Lacan y pasando por Hegel. Hemos convertido la candidez simulada en un valor compartido.

Sencillamente, no queremos saber de aquello que nos causaría genuina incomodidad porque nos obligaría a tomar una verdadera posición y expresarla. Más bien devoramos los escándalos públicos semanales con fruición y nos contentamos con tuitear unas líneas desde nuestra imperturbable comodidad hogareña e intelectual, y en espera de la siguiente comidilla. Hemos convertido las redes sociales en el teatro del falso debate que sostenemos, con lo que hemos devaluado la función de la palabra y la eficacia del acto al nivel del cotilleo. En menos de dos décadas, hemos convertido la expresión “salir a las calles” en una práctica reservada solamente para aquellos de los que nos quejamos en nuestros teléfonos celulares. Confundimos el acto responsable con la mera acción muscular e irreflexiva. Hemos rebajado la palabra que da cuenta de nuestra posición subjetiva a un mero parloteo intrascendente que nos encanta y que usamos para seducir. Hemos convertido el palabreo “políticamente correcto” en travestismo para sepultar el horror de nuestra realidad social, económica, penal y política bajo un diccionario de eufemismos. Así, inventamos el sintagma “centro de rehabilitación” y la sigla PPL para designar aquel espanto lovecraftiano en el que viven y mueren los presos en nuestras cárceles, del que nada queremos saber, como no sea para ver y reenviar los videos de sus matanzas. U opinamos sobre las preguntas trasnochadas que un comunicador le propone a nuestra campeona olímpica, aunque nunca miramos debates de opinión. O nos resentimos por aquel botellazo de agua en lugar de decidir si iniciamos una revocatoria del mandato del engrilletado y encausado alcalde de Quito. En síntesis, nos hacemos los pendejos para no tener que decidir. (O)