En los medios de comunicación y en las redes sociales circula la idea de un nuevo giro a la izquierda en América Latina. Esa afirmación se basa en la presencia de presidentes de esa tendencia en Venezuela, Nicaragua, México, Bolivia, Argentina y Perú, así como en los recientes triunfos en las elecciones chilenas y hondureñas y en los resultados favorables que presentan las encuestas en Colombia y Brasil. A pesar de que esa visión se matiza al observar con mayor detenimiento al conjunto de la región (ya que hay tantos gobiernos de derecha como de izquierda y los triunfos futuros no están asegurados), cabe considerar tres aspectos de este nuevo viraje.

En primer lugar, cuando se produjo el anterior, a inicios del presente siglo, se puso énfasis en la presencia de dos izquierdas. La una era moderada o socialdemócrata y la otra radical o populista. En la situación actual no solo se mantienen esas dos categorías, sino que se añade por lo menos una más que marca una gran diferencia. Es la izquierda que podría calificarse como liberal, y que recoge las propuestas provenientes del feminismo, el ecologismo y otras corrientes que impulsan demandas inmateriales. Su expresión más clara se encuentra en la coalición que gobernará Chile desde marzo, visiblemente diferenciada de las izquierdas conservadoras y economicistas de Perú, Venezuela, Nicaragua, México o Bolivia. Como quedó claro por el distanciamiento de Boric con Maduro y Ortega, la adopción de esas nuevas demandas no es una simple suma de temas, sino una nueva definición de fondo.

En segundo lugar, quienes forman parte de esta nueva camada de gobiernos de izquierda están obligados a desempeñarse en una situación muy diferente a la que les correspondió a los del primer giro. Ya no está –ni hay esperanzas de que vuelva– la bonanza económica derivada de la exportación de productos primarios que les permitió impulsar políticas expansivas. A los cambios en la economía mundial se añaden los estragos de la pandemia, lo que configura el caldo de cultivo para la insatisfacción, la desconfianza en las autoridades y la protesta. Se verán en la alternativa de decantarse por el populismo, con el respectivo caos económico (el Gobierno argentino ya está en eso), o bajar las manos y dejar que la crisis se imponga (al estilo Venezuela), u optar por el autoritarismo con políticas neoliberales (como lo viene haciendo desde hace tiempo la dupla Ortega-Murillo en Nicaragua). En cualquier caso, no les resultará fácil compatibilizar las políticas con las ofertas que los llevaron al gobierno.

El tercer tema que deberán enfrentar esos gobiernos es tomar distancia de sus socios que afectan su imagen. Concretamente, si las izquierdas latinoamericanas quieren adaptarse a los nuevos tiempos y responder a las nuevas demandas de sus respectivas sociedades, están obligadas a despojarse de los fardos que constituyen gobernantes como los de Nicaragua, Venezuela o Perú. Los dos primeros han transitado claramente hacia formas dictatoriales, similares a las que las mismas izquierdas combatieron en los setenta y ochenta. El último carece de brújula y acaba de entregarse a las fuerzas más retardatarias del espectro político. Si se empeñan en mantenerlos como parte de su tendencia, seguirán contagiados de los aspectos más negativos, como están ahora. (O)