Los tres hijos de Pacha, que no tenían con quien hacer la guerra, decidieron enfrentarse a una serpiente. Ella, herida con flechas, en venganza vomitó agua hasta inundar el valle entero, por cuanto Pacha y su familia se vieron obligados a huir. Desesperados subieron el volcán inmenso en cuyas faldas vivían y permanecieron en su cumbre durante mucho tiempo, con sus animales. Pasados muchos días, Pacha envió al ave ullahuanga para que viera la situación, pero esta no volvió; carroñera, se quedó devorando los cadáveres de los animales muertos. Las aguas se habían retirado y era posible volver. Este es el mito fundacional de Quito según el olvidado y refutado padre Juan de Velasco. Y hay más: cuando Pacha y su familia se establecieron en lo que hoy es Quito, ninguno pudo entender lo que hablaba el otro.

Me resulta imposible pensar en el mito al iniciar el ascenso al Guagua Pichincha, el volcán que con un descomunal hongo de ceniza convulsionó la década de los noventa. Gandhi Vela toma el papel de guía. Para Byron Villagómez y para mí, es la primera vez realizando la que se conoce como la ruta integral de los Pichinchas, denominada así porque incluye las cumbres más prominentes del macizo: el Guagua, el Padre Encantado, y el emblemático Ruco, para volver a Quito, como Pacha y los suyos, descendiendo Cruz Loma. Luego de ascender durante alrededor de 40 minutos por un empinado arenal, veo por primera vez el cráter desde donde el hongo de ceniza emergió en mi infancia. Hay olor a azufre y fumarolas en las que se refleja un arcoíris. El horizonte está despejado y puedo observar en 360 grados a la Cordillera de los Andes: en el norte los colosales Imbabura, Cotacachi y Cayambe, al este el majestuoso Antisana, al sur el Sincholagua, Cotopaxi y Rumiñahui. Increíblemente, se puede ver la cumbre del Chimborazo, el punto más cercano al sol de la Tierra.

El descenso desde el Guagua es veloz: todo es arena, todo es frágil. El paisaje de las siguientes cimas del camino es diáfano y sublime. Al dejar atrás al Guagua pienso en que está activo, que ha erupcionado tantas veces y que seguro lo volverá a hacer algún día. Humboldt, que exploró ampliamente el Pichincha, lo vio con claridad: vivimos tranquilos en medio de crujientes volcanes. Quito, durante siglos, desde mucho antes de la invasión española, ha conciliado el sueño en sus faldas, porque ese es el destino de la capital del Ecuador: contemplar el volcán que ha visto el surgimiento y la debacle de reyes, incas, libertadores, caudillos, dictadores y estadistas, todos efímeros e insignificantes, porque en el Pichincha siempre amanece sin importar lo que pase en el mundo de abajo.

Luego de hacer la cumbre del Padre Encantado perdimos alrededor de una hora siguiendo un camino confuso. Luego de retornar al sendero correcto, decidimos pasar por alto el cerro Ladrillos para optimizar el tiempo, y nos encaminamos directamente al Ruco y al ascenso por su complicado y árido arenal. El Ruco, que siempre desde Cruz Loma me había abierto los brazos, en esta ocasión me mostraba su rostro más duro, rígido, y fulminante. Nunca me imaginé que la cara oeste de este volcán extinto sería tan difícil, por eso la llegada a su cumbre fue apoteósica, después de un esfuerzo físico del que no me sabía capaz. Quizá la lección de algunas montañas, como el Ruco, es precisamente a ser fuertes y duros, a aguantar lo que no se aguanta, a quebrarte para levantarte otra vez y seguir. Cuando todo es horror, siempre se puede dar un paso más.

El Pichincha, en mis distintos peregrinajes, me ha enseñado que el clima de arriba no es igual al clima de abajo. Ni la mirada. La cumbre del Ruco estaba envuelta en una brisa helada, que conforme avanzábamos en el descenso, daba paso a los últimos estertores de una tarde cálida que sucedía en la ciudad. Pero, finalmente, todos los climas son uno, el de adentro, el de nuestro deseo. La compañía fue inmejorable: Gandhi, Byron y yo vivimos la experiencia en el delirio, como cóndores o curiquingues embriagados por la altura y la belleza del paisaje. En la espera del teleférico llegó la noche, signada por el frío brutal de las alturas. Ir a una montaña nunca es fácil. Mi ciudad brotó como si fuera la lava expulsada desde el cráter de un volcán, uno al que no puedo dejar de subir porque, como decía Mallory, está allí, siempre ha estado allí, en mi vida. Esta montaña, de hecho, es como mi vida: cambiante, sólida, árida, clara, signada por la niebla, el sorche y también el sol; tenebrosa, arrasada por la sensación de derrota y la falta de energía y aire, reinventada por la certeza de que siempre podemos más, de que las piernas son móviles y la mente, cuando el cuerpo respira, es tan amplia como el espíritu, como las cumbres milenarias del Pichincha, como el aire, como la amistad.