El país está indignado por la amnistía indiscriminada decretada por la Asamblea Nacional. El país comprende muy bien estos acuerdos vergonzosos cuyos verdaderos motivos no resisten la luz del sol; fueron acordados a la madrugada, a continuación de la sesión nocturna en que se debatió el inicio de las acciones en contra de la presidenta de la Asamblea. En la amnistía se metió en la misma bolsa a delincuentes comunes y políticos, y no incluyeron a policías y soldados. Decididos compatriotas han iniciado ante los tribunales acciones de protección para impedir la vigencia de tan abominable decisión de la Asamblea. El presidente de la República ha manifestado, también, su indignación ante la amnistía y ha asegurado que hará todo lo necesario para evitar que se consume esta injusticia. El presidente se encuentra en una disyuntiva: impugnar el decreto de amnistía ante los tribunales, como lo están haciendo los ciudadanos comunes, y quedar a la espera de lo que buenamente resuelvan los jueces; o disolver la Asamblea. Mandar a su casa a quienes se han mostrado indignos de representar la voluntad nacional. Si así lo hace, representará el querer ciudadano y podrá volver a ser elegido, y junto con un sólido, numeroso bloque de legisladores. Los destituidos vagarán por las provincias, buscando que la gente los perdone. Pocos volverán. Un Gobierno así fortalecido puede llamar a consulta popular para derogar la causa última de la anarquía que vivimos, la Constitución de Montecristi, y quede vigente la anterior, la de 1998, actualizada. Automáticamente desaparecería ese engendro llamado irónicamente Consejo de Participación Ciudadana.

Víctor Hugo decía que el derecho no puede estar, como el Coloso de Rodas, con sus pies en dos orillas. Eso no comprendieron los asambleístas; pensaron que todo dependía de la suma de votos, no de la ética, del civismo. Han perdonado a los que sumieron a Quito en once días de terror; que atacaron, secuestraron, destruyeron la propiedad privada y el patrimonio cultural; todo en medio de un estado de anarquía existente, porque el Gobierno, el presidente, sus ministros, incluidos aquellos responsables de la seguridad nacional, fugaron despavoridos a colocarse bajo la protección de la alcaldesa y el exalcalde de Guayaquil, quienes bloquearon la entrada a su ciudad y mandaron de vuelta a los insurrectos. Todo esto mientras en Quito el alcalde y la prefecta apoyaban a los que la afrentaban. ¿Cómo se atreven los asambleístas a perdonar a los que injuriaron a Quito? Es el ofendido el que puede perdonar, incluso olvidar (que eso significa amnistía), no los legisladores, entre los que se encuentran algunos que participaron en las manifestaciones vandálicas. Los que votaron por la amnistía se solidarizaron con el ataque a Quito, repudiado por la inmensa mayoría de los habitantes del Ecuador. No merecen representar al pueblo ecuatoriano, que estaría muy satisfecho de ver aplastado este ciempiés de 99 patas. Y, luego, hay que derogar la actual “carta negra” que nos ha oprimido durante quince años, y empezar un nuevo periodo histórico de libertad y dignidad. Como diría Hamlet: “Ser o no ser”. Señor presidente, el país lo mira con esperanza. (O)