En 2006 las organizaciones y políticos que apoyaron a Rafael Correa identificaron varias falencias del sistema político nacional y la –para entonces obvia– decadencia de los partidos políticos en la joven democracia ecuatoriana. Entre los puntos que resaltaban sus discursos estaba la poca responsabilidad de los partidos al momento de elegir candidatos. Con propaganda se mostraban payasos, artistas y futbolistas, candidatos de la maltrecha política nacional. La idoneidad de un candidato, proclamaban, se evaluaba según su historia pública como persona íntegra, lejana a cualquier acto de corrupción, y con experiencia para ejercer funciones con solvencia.

Poco tiempo después de ser electo, Correa ejerció con fuerza los vicios criticados pasando a nombrar ya no solo como candidatos sino como autoridades a muchos perfiles que antes criticaba. Incluso aumentó la improvisación al nombrar autoridades sin experiencia salvo por vínculos de amistad con él mismo, parentescos, compañeros de canto, boyscouts, catequistas, así como el ya conocido pago de deudas de campaña con cargos a los “recomendados”.

Pasan los años y las elecciones son cada vez más deprimentes para la mayoría de electores. Los grupos políticos y económicos proponen candidatos útiles para sus intereses. Para ello es fundamental que los elegidos sean obedientes antes que inteligentes. Culpar al elector por los pésimos asambleístas o alcaldes que tenemos es no mirar a los partidos y financistas que los impulsan. Es imprescindible reconocer como culpables a quienes han traído a la política a tanto impresentable: malos políticos reciclados por ser conocidos, aunque sean funestos, varios corruptos que están prófugos, advenedizos que hacen papelones y ni ofrecen disculpas, aquellos que nunca han pagado impuestos, pero pontifican moral, y el horrible etcétera del que está poblada nuestra fauna y flora política.

La improvisación al proponer candidatos se traduce en el largo tiempo de soportar la incompetencia cuando no negligencia de los electos y el consiguiente deterioro de la ciudad y país. Alegan que a falta de escuela política o de partidos, para conseguir poder, los grupos políticos deben postular figuras públicas o mediáticas reconocibles de parte de una población poco instruida. Así justifican su populismo simplista, explotando el hartazgo de la política con “caras conocidas” antes que personas aptas para las responsabilidades. Es un círculo vicioso que no solo empeora en cada elección, sino que perpetúa los prejuicios contra todos los políticos empujando a “gente nueva, técnica o no política” a que renuncie a participar, lo que invariablemente empeora la situación. La irresponsabilidad de los partidos políticos al postular candidatos improvisados, o con indicios de corrupción, ofreciendo demagogia y milagros, desenmascara su nulo compromiso a mejorar el país. Así como alerta sobre por qué esos improvisados buscan el poder.

El populismo no solo destruye, también incluye a quienes nunca antes tuvieron voz, pero la entrega de esa voz a sujetos sin escrúpulos pone el sistema de representación democrática en el que vivimos al borde de la bancarrota. (O)