La reciente aprobación por parte de la Corte Constitucional de la iniciativa del Ejecutivo para consultar al pueblo sobre la convocatoria a una asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución, representa un punto de inflexión en nuestra historia republicana, pues es la oportunidad, quizás irrepetible, de corregir los errores de una Constitución hecha a la medida de un caudillo.
La Constitución vigente nació bajo el control absoluto del correísmo, en un contexto de hiperpresidencialismo que debilitó el equilibrio de poderes. Sus disposiciones reflejan la obsesión de controlar la prensa, de condicionar la libertad de expresión y de asfixiar a los medios independientes mediante la imposición de reglas económicas restrictivas al prohibir, por ejemplo, que los propietarios de los grandes medios diversifiquen sus negocios, justo cuando el periodismo enfrenta la transición digital que exige grandes inversiones. Así también, la prohibición de que los actores políticos contraten directamente publicidad con los medios privados, que no solo limita la democracia, sino que vulnera el derecho de los ciudadanos a informarse sin filtros oficiales.
Otro gran problema que nos trajo la actual Constitución es la centralización de los flujos del Estado, a través de la llamada “cuenta única del Tesoro”. Con ella, todos los fondos públicos se concentran en el Ministerio de Economía, lo que permite al presidente de turno ejercer presión sobre las demás instituciones, por lo cual eliminarla es indispensable para devolver autonomía y equilibrio a los distintos órganos del Estado.
En lo económico, urge abrir la puerta a la inversión privada en sectores estratégicos. No se trata de privatizar, sino de permitir concesiones y alianzas en las que el capital privado no solo explore, sino explote recursos, recuperando directamente su inversión sin depender de un funcionario. El modelo actual, en que el inversionista debe esperar para que tarde, mal o nunca le paguen, solo genera desconfianza y aleja oportunidades.
También es imprescindible que la nueva Constitución deje zanjado el tema de los arbitrajes internacionales. El Estado debe estar en capacidad de someter controversias de contratos de inversión a tribunales internacionales. Lo contrario nos condena al aislamiento, perpetúa la inseguridad jurídica y el remendado marco jurídico que tenemos es deficiente.
Finalmente, considerando el actual panorama político y proyectándolo a la mecánica planteada por el gobierno para la toma de decisiones de la asamblea constituyente, así como su aprobación final que requerirá dos tercios, nos hace prever que el texto final no será dictado desde palacio, ni desde Bélgica ni desde ninguna oficina privada, sino que, necesariamente, demandará de consensos y negociaciones que fortalecen la democracia.
Ojalá los líderes políticos y sociales del país comprendan la oportunidad histórica que tenemos y la aprovechen. Que la Constitución se convierta en un verdadero instrumento de desarrollo y progreso, sobre todo para los más necesitados, en un nuevo pacto ciudadano que respete libertades, promueva la inversión, garantice la independencia de poderes y devuelva confianza a la sociedad. El futuro de la república depende de ello. (O)