Un paso a la vez. Esa es la única idea que me permito tener mientras avanzo. Trepar. Respirar. No mirar hacia adelante, sino sólo el suelo. No dar un paso en falso. Pisar con el cuerpo y el cerebro. Un paso a la vez. Cuando es necesario trepar, me agarro de la paja. Me sostengo en la propia montaña. Trepo. Un paso a la vez. Cuando miro hacia adelante y asimilo todo lo que me falta siento una sensación de cansancio anticipado. Se me activa el pensamiento. El pensamiento me susurra la posibilidad del agotamiento, no sólo como sensación del cuerpo sino como idea abarcadora que se expande en la existencia. Pienso: no voy a poder con el cansancio. No voy a tener fuerzas. Entonces respiro. Dejo de pensar. Un paso a la vez. Prefiero no ver hacia adelante para que el pensamiento no me traiga el futuro y la angustia por el porvenir inmediato. Un paso a la vez.

La montaña me ofrece ese tipo de lecciones: vivir el aquí y el ahora, este instante, nada más existe, nada más vale la pena. Sentir el aire entrando en mis pulmones. Sosteniéndome. Dándome esa energía que me falta. Me pregunto si al bajar otra vez al mundo, a la tierra que está abajo, volveré a tener la lucidez que siento en las alturas. Debí haber traído una libreta para anotar todas estas ideas. Pero, ¿es necesario? ¿De verdad es necesario poner en palabras lo que creo estar aprendiendo? ¿No será mejor vivir estas ideas también en el aquí y el ahora? ¿Sin deseo de prolongación? ¿De extrapolar al futuro esta experiencia tan intensa?

Y cuando ya no puedo más, también la lucidez se me va. Siento el soroche explotando en mi cabeza, afectando mi estómago, causándome nauseas. Tomo asiento sobre la paja. Me recuesto. Respiro. Abro los ojos y veo el valle interandino. Las nubes están muy por debajo. Estoy en la montaña. Bien arriba. En el aquí y el ahora. Con soroche. Con mareo. Saco de mi bolsillo hojas de coca y las masco. Percibo alivio. Cierro los ojos y siento que todo está bien. Que está bien recibir el viento del páramo, la calma que me producen las hojas de coca, el mismo mareo está bien, es un regreso al cuerpo, a los huesos, a la sangre que recorre mis arterias. Una nueva lección: humildad. Escuchar con humildad a mi cuerpo. Entender que todo organismo se expresa por medio de un ritmo. Mi voluntad, que es cerebral, debe encontrar ese ritmo. Seguirlo. Acompasar los pasos del cuerpo con los del pensamiento.

Pero la humildad también es un aprendizaje sobre las montañas. La edad, la fuerza y la calma de estos volcanes no tienen nada que ver con nuestros cuerpos frágiles, efímeros, desesperados. Seré humilde cuando intente conquistar cumbres. El volcán Imbabura se alza sobre las nubes como un coloso de piedra, paja y tierra. El ritmo, sobre el que debo aprender en esta experiencia, es un ritmo ante la vida. Una clave que debo descifrar. ¿Cuál es el ritmo de mi vida? Es un error ver las cosas en categorías absolutas. El triunfo o el fracaso. Acepto que hoy, este domingo, no llegaré a la cumbre. Falta mucho. Esta es la primera vez que acudo al Tatia Imbabura. No debe haber prisa. Mi ritmo será lento, como la formación de mi escritura, como la consolidación de mi voz.

Me repongo. Me levanto. Observo, nuevamente, a la cordillera de los Andes perdiéndose en el horizonte. Ibarra, desde aquí, se ve pequeña. Más allá está el lago San Pablo. Y más pueblos. Me concentro en el viento y el sobrevuelo de las aves. Ya no siento soroche. Siento frío. Debo volver al movimiento. Arranco. Pongo en movimiento mis músculos y mis huesos. A mi ritmo. Un paso a la vez. Procuro no ver demasiado hacia adelante, prefiero poner atención a mis pasos, pisar sobre tierra segura, confiar en mi instinto. Trepo. Un paso a la vez. De repente, cuando menos me lo espero, he avanzado varios kilómetros. La bruma del páramo me rodea, asciende con velocidad al cielo. Es como un filtro al paisaje. Tengo frío y no me importa. El paisaje es como una orquesta. La luz del sol, como un director, ilumina una zona específica, como ordenando que esos instrumentos de la Tierra sigan tocando esta música del tiempo. El paisaje es música. La luz ilumina pueblos, comunas, ríos. Luego montañas, nubes, valles. Creo identificar, entre la bruma, a la Mama Cotacachi. De repente no hay nubes ni niebla y el paisaje se enuncia inabarcable, cinestésico; todo a mi alrededor es una melodía. Es el silencio. El silencio del páramo. El poderoso silencio de los cerros.

Si bien el episodio del soroche redujo en mucho mi energía, creo que puedo llegar hasta el inicio del páramo de almohadillas. Veo la señal de su comienzo diminuta, en la distancia, casi difuminada entre la bruma. Me decido a ir. Un paso a la vez. Caminaré hacia allá. Con humildad. Con respeto a la montaña y a mi cuerpo. Una extraña calma invade mis músculos, mi cerebro, mis sensaciones e ideas. Un paso a la vez. El viento sopla con fuerza. Entre la niebla que a ratos se despeja observo, imponente, en lo alto del cielo, el bosque polylepis y luego las dos cumbres rocosas. Me parecen inmortales. Detengo mi andar y, entre la paja peinada por el viento, con la perfección diáfana de los cuadros de Van Gogh, aparecen los frailejones. Me arde la pierna en la memoria. Mi tatuaje de frailejón, que está en mi tobillo izquierdo, encuentra a sus hermanos, bañados por el viento frío de la altura, imperturbables, enhiestos. Llego a los 4.174 metros sobre el nivel del mar y agradezco. Mucho ha tenido que pasar para llegar hasta aquí. De repente soy consciente de todo lo que he caminado, en esta mañana, en estos años. Todo ese concierto de tiempo y espacio que desde la altura se divisa a lo largo y ancho de los Andes. Y no llegaré a la cumbre del Taita Imbabura. Hoy no. Aún no estoy listo. La lección es sobre el ritmo. (O)