La Navidad debería ser, ante todo, una pausa. Una detención consciente en medio de la vorágine diaria, de las tensiones políticas, de los conflictos sociales y de las preocupaciones personales. No es una idea ingenua ni romántica: la historia demuestra que incluso en los momentos más oscuros de la humanidad, la Navidad ha sido capaz de imponerse como un tiempo de humanidad y reconciliación.
En diciembre de 1914, en medio de la Primera Guerra Mundial, ocurrió uno de los episodios más conmovedores de la historia moderna. En distintos frentes de batalla de Europa, soldados enemigos –principalmente británicos y alemanes– depusieron espontáneamente las armas para celebrar la Navidad. Salieron de las trincheras, intercambiaron saludos, cantaron villancicos, compartieron comida e incluso jugaron un partido de fútbol. Por unas horas, el odio fue reemplazado por la conciencia de una humanidad compartida.
La llamada Tregua de Navidad de 1914 no fue ordenada por generales ni acordada por gobiernos. Nació desde abajo, desde los hombres que comprendieron que, al menos ese día, la vida y la dignidad humana debían imponerse sobre la violencia. La guerra continuó después, es cierto, pero aquel gesto dejó una lección imborrable: si la Navidad pudo detener las balas, también puede –y debe– detener nuestras disputas cotidianas.
Hoy, sin vivir una guerra de trincheras, la sociedad enfrenta otros conflictos no menos dañinos: la polarización permanente, la intolerancia, el estrés, la prisa y el distanciamiento familiar. La Navidad vuelve a recordarnos la necesidad de hacer una pausa. No para negar los problemas, sino para mirarlos desde otro lugar, con mayor serenidad y humanidad.
La Navidad es, esencialmente, un día de familia. Es el momento de sentarse a la mesa, de reencontrarse, de escuchar y de perdonar. Es un espacio para bajar la voz, apagar el ruido y recordar que los vínculos humanos son más importantes que cualquier diferencia circunstancial. En un mundo hiperconectado, pero muchas veces emocionalmente distante, la Navidad nos invita a volver a lo cercano, a lo simple, a lo verdadero.
También es un día de paz. No solo la paz entendida como ausencia de guerra, sino como una actitud interior y colectiva. Paz para dejar de confrontar innecesariamente, para respetar al otro, para elegir el diálogo antes que el enfrentamiento. La Navidad no exige unanimidad, pero sí respeto; no impone acuerdos, pero sí convivencia.
Recordar la tregua de 1914 no es un ejercicio nostálgico, sino un llamado de atención al presente. Si en medio de una guerra mundial fue posible detenerse por Navidad, hoy no hay excusa para no hacerlo. Que este día sea una pausa real, un alto en el camino, un recordatorio de que la paz empieza en cada alma, en cada hogar y se construye con pequeños gestos.
Que la Navidad vuelva a ser eso: un día sagrado para la familia, para la paz y para la humanidad compartida.
Que la presencia de Dios invada vuestros corazones y colme de amor y paz sus hogares en esta Nochebuena.
Desde esta columna les deseamos una muy feliz Navidad, queridos lectores. (O)









