Para entrar en contexto es necesario empezar con una conclusión: las leyes económicas urgentes no pueden reformar leyes orgánicas penales. Esta afirmación se fundamenta en que la norma constitucional creó las leyes orgánicas para resolver sobre cuestiones –entre otras– de derechos fundamentales de los ciudadanos, como la libertad en el ámbito penal, y por eso su debate es el ordinario y su aprobación requiere de “mayoría absoluta”.

Cualquier afirmación que diga algo diferente y lo pretenda justificar de alguna manera cae en un moralismo populista, es decir, en el uso de un discurso lleno de pretextos morales vacíos y ajenos –o hasta contrarios– al Derecho. Simples excusas para violaciones normativas y regímenes de excepción proscritos por la Constitución de la República.

Esto no quiere decir que leyes como las de Solidaridad Nacional, Inteligencia e Integridad Pública no sean buenas en lo económico, sino que en lo correspondiente a infracciones penales están mal tramitadas y mal aprobadas, lo que les resta toda legitimidad; y, en la parte que rebasan límites constitucionales, debieron ser objetadas por el organismo en teoría custodio de la correcta producción legislativa, que parece ser el lugar donde hace tiempo no se llega al nivel que los grandes intereses nacionales demandan.

Exigir respeto a la Constitución y a las leyes no es estar a favor de la delincuencia y en contra del gobierno, sino actuar en pro de la institucionalidad del país, porque una cosa es defender la ley y otra actuar a sus espaldas. Así que en su momento la Corte Constitucional deberá decidir si convalida la transgresión o se opone razonadamente, recordando en esta parte que las leyes ahora reformadas en su momento fueron aprobadas por una mayoría ideológicamente sometida que no las debatió con la profundidad necesaria, por lo cual su inevitable destino era el destierro.

Las leyes penales son probablemente las que más reformas han tenido en los últimos años y como son una entidad inerte, sin culpa alguna sufren el inmisericorde escarnio de los gobiernos de turno, dentro de un modelo de Estado donde se legisla para lo venidero, es decir que construye hoy lo que debe ser el mañana, corrigiendo –y no repitiendo– errores del pasado.

Así, una cosa es el salto de fe que da cada ecuatoriano al emitir su voto a cambio de la promesa de un futuro mejor y otra muy diferente es la fe ciega que acepta todo sin cuestionar, pues como tal es un sentimiento personal que no puede formar parte del proceso legislativo ni convalidar el rol de ningún miembro de la Asamblea Nacional. Por eso, toda propuesta de leyes debe ser revisada, discutida y hasta rechazada si es necesario, al margen de cualquier moralidad prefabricada o preferencia personal que no sea el bienestar de la ciudadanía y el respeto al sistema de reglas, sobre todo en protección de derechos. Para eso la Función Legislativa está revestida de su propio poder, cuyo ejercicio adecuado y responsable es lo que debería hacer la verdadera diferencia entre el viejo y el nuevo Ecuador. (O)