Vengo de la experiencia de ser público, de sentarme en medio de grupos numerosos para ver y escuchar. Quien no toma apuntes –periodistas, estudiantes que necesitan encajar ideas dentro de sus propias elaboraciones– corre el riesgo de perder el hilo de la exposición, de receptar ideas sueltas, porque poco a poco vamos reduciendo nuestra capacidad de escucha. Recuerdo que hace algunas décadas lo más habitual era escuchar conferencias y una asistía y recogía en la memoria algunas afirmaciones o cruciales preguntas. Yo no puedo borrar la impresión que me hizo don Ezequiel González Más, catedrático español afincado en Guayaquil, centrando sus palabras en el arribo de Don Quijote a Barcelona. Deben de haber transcurrido 40 años.

Feria Internacional del Libro de Guayaquil tuvo más de 27.000 visitantes hasta este domingo

Siempre estaremos dispuestos a escuchar las palabras de otros. Sean ruedas de prensa, entrevistas, charlas académicas, coloquios, sabemos apreciar que cada expositor trae consigo experiencias e información que superan la rigidez de un texto. A pesar de lo volátil de la atención de hoy –cada asistente tiene un celular en la mano–, las cualidades expresivas de los emisores consiguen desigual recepción. Todo lo marca el estilo: voces débiles, mala posición del micrófono, pronunciación entrecerrada, entonación monótona, van rompiendo la verticalidad de un discurso que deberían ingresar como una flecha en la conciencia.

Pilar del Río, viuda de Saramago en la Feria del Libro de Guayaquil: “Lean a José Saramago o a otro escritor y verán cómo el mundo será más ancho y menos ajeno”

En dirigirnos a un público los profesores tenemos ventaja: ¡cuántas argucias empleamos para sacudir la modorra juvenil! Aprendimos a leer en los rostros si nuestras palabras llegaban o no. Modulamos la voz para que no adormeciera a los estudiantes. Era cómodo sentarse detrás de un escritorio y hablar desde allí, pero no lo mejor: el maestro que se movía en el aula, que se aproximaba a las bancas, e interpelaba desde la cercanía física, sacudía al alumno. Las mesas de exposición atan a los conferencistas, a menos que se trate de uno que tenga advertencia de la teatralidad de su momento. Este rasgo lo dominan los pastores religiosos, que recorren escenarios de lado a lado y matizan hasta con sollozos su prédica.

La Feria Internacional de Libro me hizo apreciar todo lo que describo. Hubo que pasar por encima de hablas regionales –dos andaluzas impactaron por la fuerza de sus ideas dichas con la dicción comida de sus prosodias, un argentino salpicó con humor la radiografía de Latinoamérica a la que él llama Ñamérica–. Los compatriotas ecuatorianos entregaron el abanico de sus formas de expresión porque cuencanos, quiteños, riobambeños, lojanos y guayaquileños entonamos nuestro español de diferente manera.

Observé también que se prefieren las conversaciones antes que los monólogos o las intervenciones largas. Cuando el diálogo fluye como la esgrima de las inteligencias, no secos interrogatorios que no acotan nada, sino ágiles intercambios al ritmo de las asociaciones mentales, toda la sala parece confirmar o rechazar las ideas, con silenciosos movimientos individuales. “Pregúntame lo que quieras”, parecen decir algunos dialogantes, siempre abiertos a la curiosidad que producen las piezas literarias que, como todo lector sabe, incitan a conversar sobre ellas. De esta clase de actos pueden emerger nuevos lectores o ratificar descubrimientos de los que ya leyeron una obra. De eso también se trata una feria de libros. (O)