A partir de la Constitución aprobada mediante referéndum de 15 de enero de 1978 se incorporó la institución de la segunda vuelta presidencial, ante la debilidad e inestabilidad de los Gobiernos. El propósito era otorgar al presidente elegido un mayor margen de gobernabilidad y legitimidad de origen. El esquema conseguía coherencia con la elección legislativa en la segunda vuelta electoral y la exigencia del 5% como umbral de existencia para los partidos políticos.

Pero pronto este diseño de arquitectura constitucional se desbarató. El cociente exigido naufraga en un juego de argucias, maniobras y complicidades coyunturales, y las elecciones al Parlamento se trasladan a la primera vuelta, estimulando la fragmentación.

La segunda vuelta perseguía la estabilidad institucional con Gobiernos de mayoría y un efecto reductivo de partidos políticos, para tener pocos pero sólidos. Un sistema más cohesionado y menos disperso. Se quería facilitar los entendimientos y las alianzas, desalentar a quienes no tenían posibilidades electorales y evitar la diseminación.

Debemos tener conciencia de que el diseño que ha subsistido es perverso. La primera vuelta con la elección de legisladores provoca la fragmentación y resta posibilidades de una mayor calidad en la representación legislativa. Además, posibilita un mandato dual: al presidente, en la segunda vuelta, se le otorga mayoría absoluta y legitimidad, pero se lo condena con una Asamblea fragmentada. Algo así como un freno o un obstáculo.

La segunda vuelta debería permitir una reagrupación alrededor de los dos finalistas. Se supone que, en democracias estables, tiene un efecto moderador. En la primera vuelta electoral el voto del ciudadano es por su candidato, el que ha interpretado con mayor fidelidad sus intereses y expectativas. Ello explica un voto de centro a favor del Ing. Hervas o un voto por el discurso ambientalista y moderado de Yaku Pérez. Mientras que el voto en la segunda vuelta se entendería que es para el más adecuado o el menos malo. Se supone que en la segunda ronda no siempre se opta por el más radical. Esto explica por qué el señor Arauz simula trasladarse al centro y alejarse del radicalismo populista que exhibió en la primera vuelta. Y que Guillermo Lasso se direccione a los más jóvenes con tecnologías de comunicación menos ortodoxas y atractivas.

El voto en la segunda vuelta no es de adhesión positiva cuanto de aversión o antipatía. Explico: si en la primera vuelta el voto es “a favor”, en la segunda es un voto “en contra”. En consecuencia, no son expresiones de preferencia o lealtad, son votos débiles y volátiles. No es una adhesión por quien se vota, sino de repulsión por quien no se ha votado. Lo que significa que el plus que le concede la victoria no es propio, sino prestado por la coyuntura de polarización. El triunfador llega con una legitimidad que perdura poco. Un capital político que no le pertenece sino por un tiempo.

La segunda vuelta se estableció al servicio de la estabilidad y para construir una democracia con un sistema de partidos estable, pero es un objetivo no alcanzado. (O)