En la mañana del viernes, al escribir este artículo, los rumores predominan sobre los hechos. La razón fundamental para ello es que el paro convocado por Iza y su tropilla ha perdido fuerza, mientras el Gobierno nunca ha logrado tenerla. Lo que amenazaba con convertirse en un nuevo estallido (palabra favorita del dirigente indígena), al quinto día se había convertido en un conflicto de baja intensidad. Los murmullos sostenían que entre las voces de protesta se iban imponiendo las que pedían la mediación de embajadas, iglesias, organismos internacionales y universidades. Desde el otro lado se acusaba recibo de esa sugerencia en una sorpresiva aparición del presidente de la República que, de paso, anunciaba algún tipo de control al incremento de precios de los productos de primera necesidad, con lo que daba a entender que había aceptado una de las propuestas de los manifestantes.
Si la situación de ese momento fuera un paso a la solución del paro –y no solamente un receso para volver con más fuerza– cabe preguntarse por las razones que la habrían desencadenado y por lo que podría venir en adelante. Un elemento de importancia en cuanto a las causas es el escaso apoyo social y político que generaron las protestas. La diferencia con octubre de 2019 es evidente en ese aspecto. Al contrario de lo que usualmente se supone, la búsqueda de la sobrevivencia cotidiana a la que está obligada la mayoría de la población no configura el caldo de cultivo adecuado para la movilización. La necesidad del pan diario lleva a priorizar el empleo por precario que sea y la actividad informal que puede perderse por un mínimo momento de descuido.
Pero hay otro factor que puede tener mayor importancia. En esta ocasión no está presente el contingente del correísmo, que en 2019 fue fundamental y decisivo para definir como objetivo central el derrocamiento del Gobierno. Ahora, después de un apoyo inicial –que incluyó el aporte económico del máximo líder y del asambleísta del piscinazo– viraron hacia el largo y trabajoso camino de la revocatoria del mandato. Más que una evidencia de respeto institucional, ese cambio parece reflejar la crisis desatada por la difusión de las fotos que comprometen a varios de sus dirigentes con personajes vinculados a redes de delincuencia organizada. En una situación como esta, en la que se imponen las sospechas, no es aconsejable la exposición pública como la que se requiere para una aventura golpista de futuro incierto. La prioridad es ordenar la casa y evitar que la renuncia de su secretario sea el inicio del desgrane.
Los otros actores que podían tener vela en el entierro que Iza planeaba para la democracia pueden influir, pero solamente en papeles secundarios. El más visible de ellos, la Asamblea, parece haber aceptado que ese es su lugar y se ha limitado a los consabidos saludos a la bandera. Los partidos –o lo que queda de ellos– miran desde las gradas, a la espera de que el conflicto entre los dos actores principales les entregue el trofeo que no pueden obtener en las urnas. Pero lo más grave del asunto es que ese fin puede estar muy lejano y que el empate se convierta en modus vivendi. Sería un empate catastrófico. (O)