La Constitución garantiza a todos el derecho a tener una vida sana y libre de violencia. Pero debemos reconocer que existe inconformidad en un gran sector de la población por la inseguridad, la violencia en las calles y cárceles, la falta de empleo, la pésima atención en los hospitales públicos –donde persisten la corrupción y la carencia de medicinas–, el mal estado de los locales escolares, el alto costo de los víveres y los salarios insuficientes para cubrir las necesidades básicas, entre otros.

Este caldo de cultivo, que subyace en las esferas de bajos recursos, hace que la gente afectada por la desatención de los poderes públicos sienta deseos de protestar contra la política impuesta por el gobierno de turno. Y nadie puede negarle el derecho a pedir a sus mandatarios que satisfagan sus requerimientos, de reclamar por las promesas incumplidas y protestar por las medidas que se adoptan, especialmente en el ámbito financiero. Quizás, uno de los segmentos más preteridos de la población ecuatoriana es el indígena. Pero, lamentablemente, algunos de sus dirigentes no luchan por mejorar el estatus de sus congéneres, sino por sus ambiciones políticas. Trasladarse en vehículos de alta gama, como los que algunos utilizan, no es el común denominador de aquellos que van en mula o a pie en los bordes de los páramos, carentes de vivienda adecuada, salud, escolaridad y empleo pleno.

Pero ese derecho a la protesta tiene un límite. Aquel que, como decía el filósofo alemán Emanuel Kant, termina donde comienza el de los demás. Si vivimos en una sociedad jurídicamente organizada debemos acatar las normas de convivencia sociales y no debiéramos impedir que los demás gocen de su derecho a trabajar, producir, transportarse, alimentarse y, en fin, a vivir de modo normal. Y esa normalidad se ha visto ultrajada, desde hace unos días, por la forma violenta en que miles de indígenas se han lanzado a las calles y carreteras pidiendo al Gobierno la reducción del precio de los combustibles, la renegociación de deudas de campesinos, entre otros planteamientos, algunos imposible de atender.

Esas mismas regulaciones sociales a las que aludimos antes establecen que quien impida, entorpezca o paralice la normal prestación de un servicio público; o, se tome por la fuerza un edificio o instalación pública, será sancionada con uno a tres años de prisión. Y, como expresara el presidente, nadie está por encima de la ley.

Es evidente que ha habido “incendio de patrulleros, la invasión a productoras agrícolas, la ruptura de parabrisas de vehículos privados y escolares, el ataque a una instalación de bombeo de petróleo, corte de agua de las comunidades, cierre y daños graves en las vías estatales”, etcétera, como lo ha dicho el primer mandatario. ¿A cuánto ascenderán las pérdidas provocadas por los actos vandálicos? Aún no lo sabemos, es difícil, por el momento, traducir los daños, la inseguridad y la violencia a cifras económicas, porque aquellas traen desinversión y alejan a los turistas. Pero sí podemos recordar el saldo en rojo que dejó el levantamiento de octubre de 2019, de 821,68 millones de dólares, sin contar los muertos y heridos. (O)