Jueves 16 de septiembre de 2021: las autoridades informaron de la muerte de más de 400 personas en una sola jurisdicción en Guayaquil en los casi 10 meses de este año, muchas ejecutadas delante de decenas de personas que pasaban por ese lugar. Motociclistas o conductores que se bajan –a veces no– de sus vehículos y disparan a sus víctimas. ¡400 personas! Una cifra que espeluzna, que resulta increíble y genera miedo.

Oficialmente se ha dicho –me refiero a las autoridades de fuerza pública y operadores de justicia– que esto obedece a una rencilla entre bandas por el control de territorio, producto del narcotráfico.

El lunes 13 de septiembre de 2021: el Servicio de Rehabilitación Social confirmó que la Penitenciaría del Litoral fue atacada por drones que llevaban explosivos y que eran manejados desde el exterior. La información del responsable de ese centro carcelario es que no hubo heridos, que se afectó el techo y que el ataque era en contra de cabecillas de bandas, porque “estamos en medio de una guerra entre carteles internacionales”.

Quienes estaban por ese sector dicen que los vidrios temblaron, que hubo mucho ruido y, claro, hubo miedo.

Ese miedo, temor y angustia son normales y necesarios en esta nueva etapa del Ecuador metido en esa industria ilegal. Son necesarios porque llevan al silencio cómplice o a vincularse para que no pase nada con sus familias. Son vitales para vender la idea a la gente de que confíe en que su seguridad depende de quienes portan armas libremente y que serán los encargados de impartir justicia, de poner orden, en lo que consideran su espacio, su territorio. Con estas acciones quieren decir, de una manera horrible, que el Estado no podrá contra ellos. Que, si es por tecnología, recursos, dinero y gente dispuesta a matar, ellos son más eficaces que las autoridades. Poco a poco quieren empujar al Estado, arrinconarlo, mostrarlo incapaz, para debilitarlo y establecer quién manda.

Lo que está ocurriendo dice que hace rato hay un problema de dinero fácil. Sí, porque, aunque no se lo diga, la gente entra a esos negocios porque le da lo suficiente por vender paquetitos por aquí, avisar que ya viene la policía, por guardar un bolso sin abrir su contenido, por conseguir un arma y, obviamente, por matar a quien le ordenen e, incluso, accidentalmente a quienes se convierten en víctimas colaterales.

Esta es la cara horrible del narcotráfico que apenas la estamos viendo dentro de la sociedad. Luego vendrá la presencia constante en las calles de los adictos, barriadas enteras en las que la Policía no pueda entrar, jóvenes (incluso adolescentes) prostituyéndose, mayor deserción escolar, familias destrozadas… El escenario produce escalofríos y preocupación. Y también mucho dolor porque desde el 2010 se ha dicho que esto podría ocurrir y el momento llegó. ¿Qué podemos hacer? Ahora más que nunca hay que educar a los niños y a los jóvenes, informar a la ciudadanía, generar empleo y oportunidades, distribuir mejor la riqueza. Hay que fortalecer la institucionalidad del país, generar mecanismos de protección a quienes trabajan para hacer frente a este tema (jueces, fiscales y policías). Ahora no podemos quedarnos sin hacer nada. (O)