Parece que después de dar dos saltos enormes, el presidente Lasso quedó agotado. El primero, su desplazamiento hacia el centro en la campaña para la segunda vuelta, fue decisivo para su triunfo porque era la opción que esperaba el país para salir de la polarización que le tenía atrapado. El segundo, el exitoso proceso de vacunación, demostró su capacidad de ejecución y marcó una diferencia sustancial con el inmovilismo de su antecesor. En conjunto, ambos explican los altísimos niveles que alcanzó la calificación positiva, tanto del presidente como de su gobierno, al llegar al cuarto mes de gestión. Era el capital ideal que cualquier mandatario anhelaría para ponerlo a producir o –en los términos que predominan en estos días– para invertirlo fronteras adentro.

Sin embargo, esa auspiciosa imagen comenzó a irse como agua por el desagüe cuando más la necesitaba. Los errores en el proceso de difusión de su propuesta económica le impidieron transformar aquella percepción en apoyo a su plan de gobierno. Cuando esa propuesta llegó a la Asamblea ya estaba perdido el primer tiempo del partido. El aguzado olfato de los legisladores les sacó del marasmo y de la actitud contemplativa que habían adoptado hasta ese momento. Rápidamente comprendieron que estaban frente a un gobierno débil, sin capacidad para implantar su agenda. Ellos pudieron tomar la iniciativa a pesar de su desprestigio, de los debates sobre empanadas de seis dólares, del reincidente cobro de diezmos, de los llamados a robar bien y de la ineficacia en sus funciones. No tuvieron problema en pronunciarse sobre la ley antes de conocerla y –sobre todo y al contrario del Gobierno– lograron implantar su relato.

En realidad, no es un relato nuevo y mucho menos construido por ellos. Es el que ha prevalecido en el país por décadas o, sin exagerar, desde antes de constituirse como Estado. Es el relato del mendigo sentado sobre un saco de oro. Es el relato del que solo tiene que extender la mano para satisfacer sus necesidades. Es el relato de los que gobernaron en épocas de bonanza, de los que juraron ante notario no subir ni crear impuestos, de los que hacen descansar la solución en el control de precios y en los subsidios. Por ello, era previsible la confluencia de la mayoría de bloques legislativos con quienes se niegan a aceptar que el mundo ya no es el de la Guerra Fría, donde las opciones se reducían a matar o morir.

La debilidad del Gobierno y el oportunismo de los otros hicieron que el precio de los combustibles, un asunto secundario en el nivel macroeconómico, ocupara el centro del debate. La discusión apasionada sobre ese tema ha significado no solamente eludir una vez más, como ha sido usual en la política nacional, el debate sobre los temas de fondo, sino sobre todo entregarle un protagonismo desproporcionado a la opción más radical del espectro político. Esta es la que pone la pauta, la que ha encerrado al país en un relato tendencioso. El presidente es quien puede dar el primer paso para romper ese encierro. Para ello necesita despojarse del dogma libertario de la mano invisible, fortalecer el brazo visible de la política y lograr apoyo de las escasas fuerzas democráticas. (O)