Detrás de los líos que provoca la supresión de los subsidios está la idea equivocada de que las cosas (los bienes y los servicios) no tienen valor objetivo, y que es posible manipular sus costos y precios según convenga al interés político y a la satisfacción de las exigencias que impone la “popularidad” de cualquier personaje, esa perversión de la democracia que ha transformado las elecciones en sorteo de la felicidad.
En efecto, tras los paros y la literatura barata que promueven está el grave y extendido error de la gratuidad de las cosas, error que es un sui géneris “valor social”, una creencia, algo así como un credo inamovible. De allí deriva el equívoco de que el agua no debería costar, que los peajes no tienen justificación, que las obras públicas no se deberían pagar, que los impuestos son odiosos, que los subsidios son intocables, etc., etc.
La idea de la gratuidad es una falsificación que contamina la economía, empaña la política y entontece la legislación. De esa “convicción” nace el “derecho” a reclamar, y surge, por cierto, el abuso que conduce a paralizar el país, y explica también la demagogia que, desde siempre, alimenta las campañas electorales y las estrategias del populismo. La verdad, sin embargo, es que nada es gratis. En el tema de bienes y servicios, todo tiene costos, y su precio debe reflejar el valor de producirlos y prestarlos. No hay otra manera de manejar las cosas responsablemente. Por eso, el subsidio generalizado en cualquier bien o servicio es una sinrazón que conduce al privilegio de algunos, que propicia el contrabando y acostumbra a la gente a esa filantropía con plata ajena que provoca quiebras, endeudamientos agresivos y otros descalabros semejantes.
La economía pública, y la privada, deben funcionar con precios reales, tarifas razonables, competencia y regulaciones que hagan posible que la libertad económica no derive en monopolios o que se la pervierta con subsidios, o que se abuse con especulaciones. En el Ecuador, es necesario y urgente que aterricemos en la verdad, que enterremos la demagogia, que los dirigentes asuman que la democracia funciona sobre la confianza, y que se entienda que la confianza solo se gestiona sobre bases reales, y no sobre discursos insustanciales o con paros ilegales que perjudican a la comunidad.
El Gobierno, por su parte, debería orientar los recursos que provengan de la eliminación de los subsidios a las “tareas esenciales”, esto es, la educación, la salud, la seguridad y la generación de condiciones para generar empleo y asegurar un ambiente que haga posible la democracia como realidad, la legalidad como costumbre y la paz como meta.
Sería lamentable que los recursos que deriven de la supresión, o de la racionalización de los subsidios, se usen para alimentar la burocracia e incrementar el gasto improductivo. Ojalá veamos que esos recursos se conviertan en la herramienta que provoque la racionalización del Estado y la transformación de la política en una constante práctica al servicio la gente. (O)