Cuando Viktor Frankl fue prisionero de los nazis y el horror era su vida cotidiana –al ser liberado pesaba 38 kilos, había perdido a su madre, padre, esposa y hermano–, observó que los prisioneros que perdían toda esperanza morían en pocos días. En cambio, los que se aferraban a algo, los que encontraban un motivo para seguir, podían soportar lo inimaginable.
El momento que vivimos como país tiene algo de eso, salvando las distancias. Estamos sumergidos en un caos que nos hiere, en una desesperanza colectiva que corroe el alma nacional. Cuando en un conversatorio se pidió a los asistentes que describieran en una sola palabra cómo veían el país, no hubo una sola expresión positiva. Y así es difícil construir el país que queremos, porque hemos perdido el sentido.
Por eso, cuando se nos llama a participar en una consulta, la pregunta fundamental no es qué opción marcar, sino qué país queremos ser. Si todavía creemos que hay algo por lo que vale la pena luchar, o si ya nos hemos rendido al desencanto y la resignación.
El país debe encontrar sentido a lo que vive, y debe querer encontrarlo, para ir a votar con osadía –sea cual sea la opción elegida–. Porque tanto el sí como el no son respuestas válidas si nacen de una reflexión auténtica. Lo que importa es que el voto no sea un acto automático ni de hastío, sino una afirmación consciente de que el país, nuestra casa común, todavía nos importa.
Necesitamos como comunidad razones personales y colectivas para seguir adelante. Darle sentido a lo que sucede, involucrarnos más allá de nombres, personas o ideologías, y elegir con esperanza las opciones que creamos justas.
Escribo en el Día de Difuntos. Y en esta fecha, más que nunca, pienso que una sociedad no puede reconstruirse si no reconoce sus muertos, si no honra el dolor de sus deudos. Las muertes por violencia no son ajenas ni lejanas. Nos pertenecen. Están en el aire, en las calles donde el miedo aprendió a caminar con nosotros. Irrumpen como una ráfaga que desgarra, dejando el alma del país abierta y sangrando. Cada vez que alguien cae, algo de todos nosotros se derrumba también.
Y, sin embargo, seguimos cocinando, yendo al trabajo, cuidando la vida con obstinación. Esa terquedad de seguir amando es lo que todavía nos sostiene. Nos han querido acostumbrar al terror, a mirar el horror como parte del paisaje. Pero hay algo que no pueden quitarnos: la capacidad de resistir con belleza, de hacer memoria con ternura, de devolverle sentido a la vida incluso en medio del espanto.
Las víctimas inocentes deben ser pilares recordados de una sociedad más justa. Debemos pronunciarlas, evocarlas, convertirlas en raíces vivas de lo que seremos. Hay lugares amplios en la ciudad donde podríamos levantar un bosque que las recuerde: por cada víctima, plantar un árbol que sus familiares y amigos cuiden y protejan, con una reseña escrita por su familia. Que lo veamos crecer, que nos cobije. Que cada hoja cuente una historia y cada sombra abrace una ausencia. El país aprendería a hacer duelo sembrando. Un sitio donde la gratitud se haga visible y la esperanza encuentre cuerpo. Solo el amor que actúa, la memoria que florece y la ternura que no se rinde pueden devolvernos el sentido perdido y lanzarnos a un futuro mejor. (O)