Recientemente el Estado británico decidió que no medirá a los investigadores y grupos de investigación exclusivamente por el número de publicaciones y el impacto de las revistas donde publican. Parece que es más inteligente y pertinente medir el impacto más amplio que tienen sus investigaciones para entender el uso que se dan a los fondos públicos para investigación. Tienen razón: los investigadores publican cada vez más, pero lo hacen justamente porque los evalúan por el número y no por el impacto que logran en el ámbito público.

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Juzgar un proyecto de investigación o una investigación científica por otro tipo de impactos tiene sus peros. Hay quienes aportan con conocimientos que no se reflejan en una política o un programa, y otros tantos que invierten tiempo y energía en formar a nuevas generaciones de profesionales. Sus productos de investigación no llegan rápidamente a la esfera más amplia de conocimientos o a la toma de decisión, o ese no es su objetivo. Pero también es cierto que hay mucha literatura científica que no lee nadie.

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La mayoría de universidades latinoamericanas empezaron a medir su éxito de manera estandarizada tardíamente, en comparación con universidades estadounidenses y europeas. El modelo tiene algunas ventajas, pero muchas limitaciones. Por un lado, los profesores no están obligados a obtener fondos que inyecten efectivo a su institución y evitan una presión que está ahuyentando a valiosos intelectuales del mundo académico. Por otro, muchos publican artículos por el simple hecho de publicar, y evitan producir libros porque toma más tiempo, aunque tengan un carácter potencialmente más perdurable.

Aun haya fondos para investigar, un estudio individual siempre es parte de un proyecto más amplio y exige una gran red de recursos. Una investigación en humanidades que busca indagar, por ejemplo, iconografía religiosa en registros históricos no se realiza en una sola biblioteca, bajo los designios de un solo experto, y ni siquiera en un solo país. Los fondos concursables, que no abundan en Latinoamérica, nunca pueden solventar todas las necesidades de un estudio.

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El único participante de Ecuador en el descubrimiento del llamado bosón de Higgs lo hizo con el apoyo de una institución que él ayudó a fundar. Y el descubrimiento de esa partícula subatómica dependió de una compleja red de actores y recursos, empezando por las predicciones realizadas por físicos entre 1960 y 1972, y continuando con la construcción por más de diez años del Gran Colisionador de Hadrones por parte de la Organización Europea para la Investigación Nuclear. Más de seis mil científicos e ingenieros estuvieron involucrados en la construcción y operación de los detectores Atlas y CMS, y en el análisis de los datos recopilados en los muchos experimentos que se realizaron. Otros teóricos y expertos en simulación también contribuyeron a este esfuerzo colectivo.

Como es más rentable y cómodo para las universidades promocionar su puesto en un ranking, que producir conocimiento, nuestra región tardará en mejorar sus estándares, pero esperemos que lo haga más temprano que tarde. (O)