Toda novela es una forma de indagar en el tiempo. Me gusta pensar, incluso, que muchas veces su poder consiste en iluminar el presente, con el resplandor cifrado que viene desde el pasado. En el caso de El espía del inca, de Rafael Dumett, podríamos invocar adjetivos arriesgados: monumental, reconfiguradora y necesaria. Una novela que, de algún extraño modo, estábamos esperando. No cuenta solamente los últimos meses de Atahualpa, como protagonista de un mundo que moría sin remedio y que él no pudo preservar, sino que también describe la vida cotidiana en el violento proyecto de expansión de los incas, que arrasó culturas y sometió pueblos.

Uno de los méritos más grandes de Dumett es recordar que América existía como un territorio geopolítico tan complejo como las viejas Europa o Asia. Los conquistadores encontraron una civilización que reinaba con sofisticada comunicación a lo largo de los Andes y dominaba los pueblos en la costa del Pacífico. Y como otros procesos de imperialismo en la historia, el de los incas implicó focos de radical resistencia, que estuvieron listos para celebrar su caída. Figura esencial fue Felipillo, el intérprete manteño que traducía el quechua, la lengua de la gente (runashimi), para los invasores y que sabía que ellos no eran dioses, sino precarios cuerpos humanos.

Destaco también la aproximación que hace Dumett hacia los pueblos que habitaron lo que hoy es el Ecuador, especialmente la costa. Navegantes, comerciantes, maestros orfebres, constructores de puertos y templos. Quizá los griegos de Sudamérica, cuyas proezas fascinaron al Cusco, precisamente, por su técnica avanzada de organización social, política y económica. Y si bien la segunda capital era Tomebamba (nuestra Cuenca), Quito aparece como otro de los rostros de un mundo andino milenario, cargado de espiritualidad, complejidad política e importancia estratégica.

De los incas los ecuatorianos heredamos, entre otras cosas, su lengua y su cosmovisión sobre los Andes y el universo. También sus quipus, que eran llevados dentro de bolsas confeccionadas con piel de venado por los cada vez más extensos territorios del imperio. Tal como lo describe Dumett, quienes cargaban los quipus de la Ley eran los quipucamayos, es decir, los contadores o recaudadores de impuestos que recorrían todos los pueblos para hacer cumplir las leyes del Sapa Inca y sancionar a quienes las desobedecían. La oscuridad que los siglos han derramado sobre el arte o la ciencia de los quipus nos hicieron suponer que eran solo un mecanismo de cuentas, pero no necesariamente un sistema para registrar la historia y contar historias.

Dumett escribió su novela evocando a los quipus como manifestación de una lengua que sigue viva en los territorios indígenas y que constituye el alma del español que hablamos, al que le impregnó su sentido del tiempo. En cualquier caso, hay novelas que explican el mundo en el que vivimos. Novelas poderosas, como espejos, porque en ellas nos reconocemos definitivamente. Novelas que se vuelven hoja de ruta y destino. Novelas llenas de futuro. El espía del inca es una de ellas. (O)