No parece errado afirmar que, entre los seis discursos de posesión pronunciados en lo que va del presente siglo, el de Daniel Noboa ha sido el más comentado. Incluso, se podría decir que es el que ha recibido más opiniones favorables. La contraposición con todas sus intervenciones previas, en que apenas se tomaba acuñaba un par de frases, puede explicar esa recepción favorable. También han jugado su papel los expertos en comunicación, ya que en su mayoría ponen énfasis en la forma. Abonó, además, la débil reacción del correísmo, que prefirió quedarse en los aspectos formales y caer en una discusión estéril sobre el mural de Guayasamín.

Sea por lo que fuere, lo cierto es que hubo un cambio y fue positivo. Lo fue, sobre todo, porque la ciudadanía, especialmente la que votó por él para evitar el mal mayor, necesitaba oírlo o, más precisamente, conocerlo. La circunspección pudo ser un factor útil para el primer periodo y le sirvió también para beneficiarse de la polarización en la campaña sin necesidad de caer en la confrontación abierta. Pero su parquedad amenazaba con convertirse en una carga negativa si la mantenía en un periodo completo de gobierno. Si en cualquier condición la gestión pública requiere de claridad en el rumbo que debe marcar la persona a la que le ha entregado la conducción política, mucho más imperiosa es esa necesidad en una situación como la que vive el país.

Precisamente esa claridad es la que se requiere de inmediato. Obviamente, un discurso de posesión no puede contener todos los elementos necesarios para marcar ese camino, pero sí debería ser el punto de partida para ir construyéndolo. Superado el momento de las formas retóricas, se abre el desafío de los contenidos. Los proyectos específicos mencionados en aquel momento, como la carretera entre Quito y Guayaquil o la construcción de un número determinado de viviendas, quedarán como ofertas puntuales si no se enmarcan en un plan integral de gobierno. La ausencia de aspectos fundamentales en el discurso, como la política exterior, la orientación de la economía, la manida reforma constitucional que fue central en la campaña, la relación con los gobiernos locales, la definición de una política social integral, la solución al problema energético, entre otros, no pueden mantenerse en el silencio en que permanecieron en el periodo previo.

Utilizando terminología militar, se podría decir que el país requiere pasar de los aspectos tácticos a los estratégicos. Se necesita una visión y un plan integral que marque el rumbo no solamente para los cuatro años del mandato, sino para un tiempo que incluya por lo menos a dos gobiernos posteriores, independientemente de sus respectivos signos políticos. El Ecuador no ha recuperado siquiera los niveles previos a la pandemia.

La pregunta, para no caer en la ingenuidad, es si hay las condiciones para emprender en un esfuerzo de esa naturaleza. Es una tarea que no corresponde exclusivamente al gobierno. Debe ser el producto de un gran acuerdo, por lo

que requiere de un cuidadoso manejo político que no se parece en nada a la obtención de las mayorías pasajeras en la Asamblea Nacional. Está por verse si hay la decisión de ir más allá del discurso. (O)