Abro la página con la seguridad incierta de verla blanca, con colmillos blancos y reto blanco. Desafiándome a escribir. Abro la página y para mi sorpresa no está en blanco, una frase inconclusa se me ha adelantado: “La próxima vez que la vea llegaré todavía sin una respuesta porque, ahora más que antes…”. Mi memoria veterana ha olvidado para quién, para qué y cuándo la escribí.

Suena el timbre y todo me sabe a amistad. Elina Malamud, la escritora argentina, autora de una potente novela, El baile de la abuela muerta, llega a mi casa. Ha venido a presentar su libro en mi librería Rayuela y se quedará conmigo por cuatro días.

Conocí a Elina en su casa de Buenos Aires la noche en que mi marido contó que yo venía de una familia muy curuchupa y tradicional. Contó el chiste de que en Latacunga había solo tres teléfonos, Varea Terán, Terán Varea y equivocado. Luego de mucha conversa y mucho vino, ella sacó su conclusión: Pero, che, vos sos hija de Equivocado.

Elina llegó, como llega a mis oídos cada mañana, durante mi largo y culposo baño, la voz de otra argentina, Teresa Parodi. Llegó suave pero fuerte. Llegó y me regaló cuatro días de conversaciones intensas, de risas estruendosas, de caminatas lentas, de coherencia militante, de amistad.

Elina Malamud es como escribe, es lo que escribe. Sin poses, con un lenguaje directo, pero lleno de recovecos nos invita sin pudor a adentrarnos en su historia, en esa historia judía que investiga y recrea para mostrarse de cuerpo entero ante sus lectores. Como dijo la escritora Paulina Narváez en la presentación del libro: Basta con devolvernos la mirada y seguir las huellas de cada pulsación. Basta con mirar de verdad y ser brutalmente honesto con uno mismo. Basta con abrir estas páginas y abandonarnos entre sus palabras.

Quiero pensar en qué tono está afinada la escritura de Elina y Teresa Parodi me da la respuesta. Salgo de la ducha a la toalla el momento en que empieza Esa musiquita, un chamamé que, según la propia Parodi, nació al ver a una chica bailar, en una villa con casitas de chapa donde militaba. Frente a un espejo la muchacha bailaba sola lo que se consideraba “musiquita menor, asociada a la gente del interior y a las empleadas domésticas…”.

Para la cantautora, esa escena dejaba ver la fuerza y la dignidad de la música del pueblo; dejaba ver la humildad y la conexión con su memoria, con su historia y su identidad.

Esa musiquita me reveló el tono y la fuerza vital de la escritura de Elina, la respuesta que buscaba era esa. Ahora mi frase suelta y perdida encontró su texto: La próxima vez que la vea ya no llegaré sin una respuesta, porque ahora sé que su tono, para mí, siempre será el chamamé.

Su libro de crónicas periodísticas, Hilandera de historias, evocaciones del pasado, ironías del presente, no es menos hermoso que su novela. Su voz narrativa, su humor y su militancia permanente tienen una riqueza a prueba de cualquier tormenta.

Me voy abrumada, la palabra gracias no me alcanza y como no tengo otra me voy sin decirte nada, me dijo al despedirse en un largo abrazo. Y yo, ¿qué te diré? Dios te pague, Elina Malamud. (O)