La memoria te invade de repente, te llena de lágrimas los ojos, te estruja con firmeza el pecho convertido en esponja mojada. Gota a gota brotan los recuerdos que se salen por los ojos, nublando la visión del presente, sumergiéndote en otro universo más real e intenso que las imágenes gastadas de la rutina. Cuando el ángel del recuerdo te visita, las paredes se llenan de susurros, la ciudad, de fantasmas. Pero no podemos invitar al ángel del recuerdo. Llega cuando tiene que llegar, cuando menos lo esperas, y tras su visita ya nada es igual.

Los recuerdos despertados a la fuerza y racionalmente son falsos o planos. Hay que dejarlos encenderse como luciérnagas en la oscuridad de la noche, permitirles atacarnos por la espalda, hallarnos desprevenidos, vulnerables. Solo así aparecen con toda su fuerza: surgen de las capas más profundas de la consciencia, emergen de los sueños todavía cubiertos por el denso fango del tiempo.

Qué asombroso y conmovedor resulta, para uno mismo y los otros, cuando narramos el pasado como si entráramos en un trance a través de una puerta secreta: un objeto, un olor, un sabor. Hay que seguir a la memoria como si persiguiésemos sigilosamente a un venado escurridizo escondido entre la niebla y las lápidas de un cementerio. Hay que volver al pasado evitando repetirnos la cantaleta de siempre, lo que hemos dicho y nos han contado una y mil veces, recuerdos masticados, de segunda mano. Debemos entrar por sorpresa para descubrir lo que hubiéramos deseado no saber, para rendirnos a un flujo que ya no es nuestro porque hemos dejado de controlarlo. Recordar es empezar a ser con la fuerza de aquello que somos sin haberlo sabido.

La memoria crea universos hechos de los fragmentos de nuestro ser individual y colectivo. De la memoria nacen las obras de arte, pero también los pueblos, las estirpes, las familias. He releído Cien años de soledad en estos días. Se me nota. Todavía ando por el mundo como una sonámbula flotando en amores, soledades y obsesiones. En sus memorias, Gabriel García Márquez narra ese episodio de su vida que lo precipitó al abismo del recuerdo, ya no como un intento racional de evocar su pueblo o las alocadas leyendas familiares, sino como una pesadilla que lo hundió en lo profundo de un mundo destinado a la destrucción. Esa visita que hiciera con su madre a la casa natal en Aracataca, al pueblo abandonado al sol, el polvo y la soledad, sería el germen de su más grandiosa obra. Ese Gabo joven, rebelde y determinado que había abandonado sus estudios de Derecho para apostarle a la escritura (pelos locos, sandalias viejas, una novela de Faulkner y cuatro pesos en el bolsillo), regresó con su madre a Aracataca para ayudarle a vender la casa de la infancia y se encontró con la visita del ángel del recuerdo. Trece años más tarde, se encerró en una habitación, solo con los fantasmas de su memoria individual, literaria y colectiva, y durante dieciocho meses se dedicó a construirles un universo de palabras a las que iba engarzando con el preciosismo de un coronel Aureliano Buendía fabricando pescaditos de oro, con ojos de rubíes, en la soledad de su mítico taller. (O)