Internacionalmente la aceptación y la permisión del aborto se expande por todo el mundo porque se considera como un avance de la humanidad. Quienes lo defienden se sienten inspirados por una causa moral que tiene en el centro a la defensa de los intereses de las mujeres y su derecho de disponer sobre su cuerpo, incluida la criatura concebida. El embrión, para estos grupos, no es sino una parte del organismo femenino y si no es querido por la madre por diversas razones, esos argumentos deberían ser suficientes para interrumpir el embarazo y matar al feto, concretando así el deseo o la necesidad de quien aborta. Obviamente que, pese a ciertas manifestaciones tan grotescas que por tales son irrepetibles, esa acción de destruir al no nacido y no querido –por diversas circunstancias– es también para quien lo ejecuta un acto de dolor y trauma, sentimientos que en sí mismos tienen una dimensión diferente a la de la reivindicación del derecho para poder hacerlo. Destrozar, derramando la sangre y destruyendo el cuerpo del no nacido, es para todos y seguramente para quienes lo hacen un acontecimiento dramático e imborrable en sus vidas. De no ser así, si se asume ese acto como uno de realización moral, sería una muestra de insensibilidad, claramente patológica y pervertida. Abortar no es grato para nadie y menos aún para quienes lo practican.

La expansión del enfoque permisivo sobre el aborto es el resultado del trabajo sostenido y sistemático de personas y organizaciones poderosas que lo impulsan por todos los medios, logrando la adhesión de mucha gente en todo el mundo, que acogen sus argumentos e incluso se sienten responsables de replicarlos para que otros también lo hagan. Se considera a esta opinión de una parte de la sociedad como un avance importante en la irreversible senda de progreso y mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad. Estas personas están convencidas de que el ejercicio de su libertad es el culmen de la civilización, pues los individuos pueden y deben ejercer su voluntad con el mínimo de impedimentos, como resultado luminoso de la evolución de las costumbres… según ellos.

Otros piensan de manera diferente, yo soy uno de ellos, porque consideran que el no nacido es un ser humano con características propias y únicas que le hacen una persona en el amplio sentido de la palabra. Destrozar el cuerpo del no nacido, verter su sangre, destruir sus huesos y órganos nos parece atroz e inaceptable desde todo punto de vista y así se lo reconoce también, hasta ahora, jurídicamente.

Cuidar la existencia de lo que respira en todas sus formas y manifestaciones es cada vez más imperativo para todos. La vida planetaria que está en inminente peligro de destrucción global nos conecta con esa realidad y exige de nosotros comportamientos que la preserven, restauren y mantengan. Si esa es una obligación con las criaturas naturales y con los elementos vitales que posibilitan la vida, como el agua y el aire, ¿cómo no hacerlo con nuestros hijos?, indefensos en el vientre materno, dependientes absolutos del amor de sus padres y de la sabiduría de las instituciones de sus sistemas de convivencia. (O)