Tras la gloriosa Revolución del 28 de mayo de 1944, el Ecuador asumió, en su nueva constitución de 1945, el modelo de control constitucional concentrado, que había diseñado el jurista Hans Kelsen para la constitución austriaca de 1920. Su objetivo era asegurar que los derechos contemplados en la norma suprema sean el límite definitivo a cualquier tipo de arbitrariedad del poder. En abril de 1946, Velasco Ibarra se proclamó dictador y protagonizó un golpe de Estado contra el primer Tribunal de Garantías Constitucionales de la historia ecuatoriana. En los considerandos de uno de sus decretos, expresó: “Que el Tribunal […] tampoco puede proceder a llamar a elecciones por carecer de quorum, en virtud de que algunos de sus componentes han estado complicados en el debelado complot terrorista, y de que otros se han ocultado considerándose culpables o creyéndose perseguidos”.
Sobre el Tribunal, Velasco Ibarra declaró: “He aquí el cuadro del Tribunal de Garantías Constitucionales. Toda la desconfianza sobre el Ejecutivo. La infabilidad para el Tribunal de Garantías. El Tribunal de Garantías es un Superejecutivo, un Superestado; pero un Superestado y Superejecutivo plural, prácticamente irresponsable. El Tribunal de Garantías será un instrumento de todos los enemigos del Ejecutivo, de todos los resentidos, agitadores, demagogos que usarán de la amplísima facultad de denunciar e intrigar”.
La vida del Tribunal fue corta, sin embargo, sus decisiones establecieron las bases del constitucionalismo moderno y de la justicia constitucional del país. Su presidente, el icónico jurista Manuel Elicio Flor, escribió durante el turbulento año de su gestión: “En el Ecuador como en ningún otro país, era necesaria esa creación constitucional del Tribunal de Garantías; pues, el ejercicio continuado de dictaduras ha engendrado en gobernantes y gobernados una propensión irrefrenable al despotismo y al abuso. El gobernante, rodeado siempre de muñidores, aduladores y serviles, llega a creerse infalible en sus decisiones, y llega a pensar que solo él tiene la razón en todos y cada uno de los ejercicios de gobierno. Si alguna vez los que gobiernan se confiesan falibles, esa confesión es un adorno de humildad postiza, sin perjuicio de que su pensamiento y su voluntad prevalezcan en todos los órdenes de la actividad del Estado. Era, pues, necesario refrenarlos por medio de una institución legal, tendiente a que la democracia no sea lo que ha sido en el Ecuador durante muchos años, bandera neutral para cubrir toda clase de tiranías, de agravios y de engaños”.
En esa misma época, el Dr. Flor mencionó: “La decisión del Tribunal fue una de esas tomadas por unanimidad de sufragio de los miembros presentes: tal era la claridad del camino a seguirse en defensa de las garantías ciudadanas. Si el Tribunal no velara por la Constitución sino cuando ello sea del agrado del Ejecutivo, no tendría razón de existir; se tornaría en el antiguo Consejo de Estado del Dr. Arroyo, y, finalmente, por fortuna la historia no pueden escribirla quienes la hacen, sino quienes la relatan, cuando son imparciales y respetan la verdad”. (O)