Decía que los textos se conectan de manera invisible, por eso continúo en el tema de la semana anterior. He pasado de la vibrante voz de Helen Keller, en registro autobiográfico, a la altanera y disonante de la argentina Aurora Venturini (nacida en 1921) en tornasolada ficción. Porque Las primas, que ganó un premio como “nueva novela” en 2007 y se publicó poco después para no reeditarse y convertirse en pieza de culto, reconocía, implícitamente, una vida literaria: la escritora tenía entonces 85 años y sus obras anteriores habían pasado inadvertidas.

Desde que Tusquets la publica en 2020 y conocemos esta narración corta, encendida de ironía y humor negro, los lectores estamos deslumbrados por una historia que se sitúa sobre las cabezas de cuatro primas discapacitadas. En una casa de mujeres –el padre ha desaparecido, tal vez cobarde ante la tragedia de sus hijas, y el único hombre presente hace daño–, las cuatro primas pasan por los avatares de la feminidad, recrudecidos por la marginación que les corresponde.

Yuna, la narradora, es dislálica y si está callada su menoscabo no se le nota. La naturaleza, a veces equilibradora, la ha dotado del don de la pintura y por eso madura en ese arte, se hace famosa, gana dinero y se independiza. Pero tiene un temor reverencial a los hombres: su hermana menor Betina tiene deformaciones físicas y severa discapacidad intelectual y está atada a una silla de ruedas; las hijas de la tía Ingrazia eran “imbeciloides”, la una con seis dedos en los pies; la otra, enana liliputiense.

Entronizada en “lo diferente”, Yuna no entendía qué es estar en la edad del desarrollo y la torpe explicación de una prima se presta para sustanciosas bromas del texto, bromas que no le quitan dramatismo al desconocimiento del cuerpo en épocas pasadas; cuando la prima Carina queda embarazada de un vecino casado que se salta la cerca para abusar de la chica simplona, la novela cuenta con giros cómico-dramáticos la más corriente de las tragedias femeninas: el aborto y la muerte.

La familia pertenece a un grupo social medio-bajo: la madre de Yuna es profesora que castiga, las tías son amas de casa con pujos de originalidad, la pequeñísima prima Petra es prostituta. A ella los clientes la prefieren porque su condición de enana despierta libidos perversas. Es tan perversa la libido masculina que el profesor que impulsara a Yuna por los caminos del arte y alquilara una habitación en su casa, observando perfecta distancia y cierto sentido de la colaboración, es quien “desgracia” a Betina, la más discapacitada de todas. Lo principal, lo prevalente de esta novela es que consigue del lector, simultáneamente, repugnancia y risa.

Desde el siglo XX, narrar historias es más un trabajo de forma que de contenido, por eso esta novela chisporrotea de novedad: la sintaxis se desquicia en la mano de un personaje que tiene dificultades de expresión, que no sabe qué hacer con los signos de puntuación y que experimenta con palabras nuevas a costa del diccionario. Cuando entendemos que un canelón es un feto y que el alma se arrastra en forma de sábana, constatamos que la narradora tiene otra mirada sobre la realidad, que su lenguaje son los trazos y los colores en los que se vuelca cuando no puede lidiar con sus ideas y que la conquista de su soledad es un triunfo. (O)