y te diré quién eres. Ante lo que a todas luces podríamos llamar la rutinización de la corrupción en Ecuador, queda claro que la función pública es fuente de enriquecimiento ilícito con la complicidad del sector privado. Los pillos se juntan entre sí.

Bien ha señalado la Embajada de Estados Unidos: “La corrupción amenaza la estabilidad de los países y la seguridad de sus ciudadanos. Impide el crecimiento económico, socava los derechos humanos y destruye la confianza en las instituciones. (…) en cada instancia de corrupción pública también hay un socio privado (…)”.

La gente corrupta es seductora, astuta, malosa, incapaz de reconocerse perversa al transgredir la ley. Sin contener su ambición y desculpabilizado de sus actos, quien es corrupto engaña y somete a personas ingenuas, o alienta a otras con intereses propios a pecar de palabra, obra u omisión. Sabe que sus escogidos permitirán, pasiva o resignadamente, que se cometa el delito en total impunidad.

Los vínculos entre mafiosos (sea por pertenencia, afiliación, reconocimiento u otros de la pirámide de A. Maslow) debilitan la cohesión social, corroen las estructuras democráticas y violentan el Estado de derecho, creando un gobierno paralelo que desvía el gasto social, estimula la mala gobernanza, afecta nuestra identidad y coloniza la cultura, colándose en toda hendidura posible, cual roedor insaciable.

Así las cosas y así la teoría (K. Lewin afirmaba que no hay nada más práctico que una buena teoría), se percibe estos días que los trapos sucios se ventilan: el embajador de Estados Unidos declara la revocatoria de la visa a narcogenerales, jueces y personas de los sectores legal y judicial. El Consejo de la Judicatura requiere a los jueces informar si se han revocado sus visas. La Contraloría inicia el control al patrimonio de jueces, servidores judiciales y generales de la Policía. El procurador viaja a Panamá para repatriar dinero, producto del caso Petroecuador. La Comisión de Fiscalización de la Asamblea entrega a Colombia un informe sobre el cuestionado sistema Sucre.

Se crea la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA) y sorprende que al asesor L. Verdesoto “le tenga sin cuidado” el reclamo de la CNA cívica sobre el uso de su nombre; que solo se recuperaría entre el 5 % - 10 % de lo robado; que la nueva CNA se integraría con titulares de las funciones del Estado y de Contraloría, Procuraduría, Defensoría del Pueblo, SRI, Sercop, etcétera; que la sociedad civil participaría con voz, pero sin voto…

“El nombre del Padre”, referente de la función de orden y la ley, se ve debilitado en un mundo líquido y de éticas plurales. ¿Cabría, entonces, repensar la corrupción como un síntoma social, generar interrogantes y proponer alternativas, a sabiendas de que “la posmodernidad es una modernidad sin ilusiones” (Z. Bauman)? ¿Habría que volver más realista la esperanza?

Llegó el 2022 y seguimos buscando a los guardianes simbólicos de la decencia. ¿Es tan difícil hallarlos porque, citando a J. C. Oates en Delatora, “ya sabes cómo son los hombres (…), no soportan un exceso de realidad”? ¿O es que empieza a rondarnos el hundimiento, como diría Rosa Montero? (O)