Al referirse a la democracia como sistema de gobierno generalmente se la asocia con los principios de libertad e igualdad. Pero muy rara vez la democracia viene asociada con el principio de legalidad. Y, sin embargo, el principio de legalidad es tan esencial para la democracia como lo son la igualdad y la libertad. Un régimen que solo garantice igualdad y libertad, pero que no asegure a sus ciudadanos el respeto a la ley, difícilmente podrá garantizarles prosperidad económica a esos ciudadanos. Es más, a ese régimen difícilmente puede llamársele democrático. Lamentablemente en nuestro país buena parte de sus élites han ignorado esta realidad. La historia de las sociedades que han alcanzado un alto grado de prosperidad lo han hecho no solo gracias a que adoptaron un sistema democrático –imperfecto en ocasiones, pero democrático en sus postulados–, sino que, además, han sabido sumar a los principios de igualdad y libertad el de legalidad. Esto último lo han entendido como un compromiso creíble de que los acuerdos y reglas serán respetados por todos. Esta es una perspectiva que la hemos perdido en el Ecuador desde hace algún tiempo.

Es más, probablemente nunca lo hemos tomado en serio. La democracia ha sido vista simplemente como una fábrica de derechos y como el camino que nos llevará al paraíso de la igualdad, pero jamás como un compromiso con la legalidad. Esa legalidad es la que hace viables a la igualdad y la libertad. Sin ella las sociedades no crecen económicamente y fracasan socialmente.

Cuando hace más de un año el Sr. Vargas se negó a rendir su versión a un fiscal que investigaba los hechos de octubre de 2019 porque dijo que no entendía el idioma español y que él tenía el derecho a tener a su lado a un traductor pagado por el Estado para comprender las preguntas o cuando el Sr. Iza y su corifeo de adoradores del Tahuantinsuyo invocan su derecho a la resistencia para justificar el vandalismo o cuando se invocan derechos constitucionales para evadir el cumplimiento de la ley o para violar los contratos o cuando los delincuentes o poderosos abusan de los policías citando sus derechos , y –lo que es peor– cuando la sociedad termina tolerando estas conductas, es que la democracia se convierte en una simple caricatura. Somos un país obeso de derechos pero famélico de deberes. Una nación que desconoce la importancia crucial de la legalidad para su sobrevivencia. Sin legalidad, sin seguridad jurídica, sin la certeza de que la ley se aplicará para todos por igual, sin ese mínimo de predictibilidad, no solo que no hay desarrollo económico posible –que ya es bastante– sino que la igualdad y la libertad quedan en simples quimeras. Así lo confirman numerosos estudios como es el caso, por ejemplo, de un reciente libro de la historiadora Federica Carugati (Creating Constitutions) sobre el rol de la legalidad en el desarrollo económico de la democracia griega.

Las pérdidas sufridas en octubre de 2019 debido al derecho a la resistencia superaron los mil millones de dólares. Las condenas al Ecuador por parte de tribunales arbitrales por el abuso de derechos de sus políticos o jueces son igualmente gigantescas. ¿Quién pagará esa factura? Pero, más importante, ¿cómo vamos a asegurar la viabilidad de nuestra democracia sin legalidad? (O)