Recuerdo los hechos delictivos de mis primeras coberturas en periodismo: alias el Burro; alias la Rana; el Patucho o el Rey, eran los cabecillas (siempre me negaré a llamarles líderes) de las bandas delincuenciales de los años 90, a los que se sumaron en esa época supuestas disidencias de Alfaro Vive, el grupo guerrillero local y sus acciones “reivindicativas” con las cuales, según pregonaban, “recuperaban el dinero del pueblo”.
Pero a pesar de su clandestinidad, esas bandas estaban clasificadas: los más avezados eran asaltabancos, en aquellos tiempos en que ir al banco a realizar transacciones presenciales era casi obligatorio. Una derivación fueron luego los “asaltablindados”, bandas en las que a la fija había un exempleado o empleado vigente de las empresas transportadoras. Otra, los dedicados a robar por asalto también las cajas de instituciones públicas, las taquillas de los estadios o coliseos, hasta las limosnas de las iglesias. Se sumaban a la lista los pacienzudos que robaban joyerías y tras un buen tiempo haciendo un agujero, tomaban un jugoso botín. Los robacarros, que tenían al rojo como su color preferido y estaban en conexión con los “desguazadero” que es donde justamente se deja en los huesos cualquier vehículo.
Pero había también nombres raros: abigeos, dedicados a robar vacas y venderlas enteras o por partes; salteadores, que eran los que se dedicaban a asaltar, robar, violar en los caminos, usualmente cobijados en la oscuridad; y los “descuideros” nombre muy creativo que los agentes del entonces SIC pusieron a grupos que deambulan por las calles apoderándose de todo lo que esté descuidado, con el menor daño físico posible, lo que en las actuales circunstancias sería una contravención y no un delito por la ausencia de violencia. Los más reconocidos de estos “descuideros” fueron los otrora famosos “lanza” que metían la mano al bolsillo o la cartera de su víctima sin causar dolor, aunque sí posterior indignación.
¿Por qué todo este paseo vintage por el delito local? Porque aunque sea duro de aceptar, la acción de esas bandas mal llamadas “especializadas” estaba definida, se respetaban el territorio y “especialidad” de unos y otros; la Policía conocía los sectores en que actuaban y perfilaba a sus cabecillas; las “zonas rojas” o de riesgo urbano estaban bien definidas y el que se metía por ellas sabía a lo que se exponía.
Hoy, esas “barreras” y “especialidades” están difusas y el delito, carburado por la muy creciente actividad narcolocal, ha vuelto transversal el peligro urbano, con bandas sin código alguno, que han tomado nombres de animales fieros y una facilidad impresionante para hacer sus relevos de mando. Ya no hay “zonas rojas”, todo el territorio de Guayaquil lo es, y en algunos sectores la situación podría ser “concho de vino”. Se dictan las órdenes desde las cárceles gracias a la tecnología, y en los barrios han sentado sus reales nuevos cabecillas identificados solo por un tatuaje y que pisotean a una población que le paga peaje y tiene prohibido salir de su casa por duros que sean los gritos.
En Ecuador el delito se ha diseminado y será labor de titanes devolverlo a su redil. (O)