Ubicada en el pesimismo dinámico –honro al gran poeta y amigo Jorge Enrique Adoum con este concepto que compartíamos– he corrido largo trecho en la vida. Mi falta de fe en los ideales enunciados en discursos patrióticos y religiosos no me detuvieron, al contrario, trabajé en contravía para identificar a los que fueron capaces de construir en sus pequeñas parcelas, sin el visible doble discurso o acomodando el paso a las conveniencias. No insté a los adolescentes a “dar la vida por la patria” cuando juraban la bandera, sino a ser honestos y cumplidores de sus compromisos. No les dije que “triunfaban” cuando se graduaban de bachilleres, sino que quedaban listos para abordar mayores esfuerzos.
En esa actitud creí conquistar la clásica serenidad del retiro laboral, esa que comprende y asimila mejor los hechos de la vida, esa que se nutre como nunca de lecturas y conversaciones porque dispone de más tiempo, esa que se complace en compartir momentos con la gente porque sabe que son únicos y escogidos. Pero la realidad más cercana no permite el respiro: lo interrumpe, lo asalta, lo bloquea. Ecuador ha sido un país en caída imparable, cuyos Gobiernos frustraron esperanzas de desarrollo y prosperidad sucesivamente, en medio de una encarnizada batalla de autoridades de turno y oponentes.
Cada líder y sus seguidores tienen las explicaciones e interpretaciones que los liberan de responsabilidad, que los convierten en jueces y parte del desastre. Ya no hay para qué oírlos. Creo que el común de los mortales está demasiado ocupado en sobrevivir, en encontrar un asidero para generar los ingresos económicos de la subsistencia, en tener la fortuna de la atención médica más eficaz y honesta, en identificar los barrios y las calles donde corra menos peligro. Hubo que asistir a las campañas de elección política más por estar enterados que por esperar un nuevo rumbo a la cosa pública.
Así llegamos a mayo de 2021, empecinados en la esperanza simplemente porque estamos vivos, y estarlo es obcecarse en un futuro de mejorías. Pero, paralelamente a la contemplación de la inercia gubernamental, vemos una tenaz degradación humana: que la juventud tomada por las drogas, que el sicariato tienta a la masa desempleada, que el robo callejero es un eco de la gran corrupción que robó desde los puestos del poder (en todas las formas: coimas, sobreprecios, estafas internacionales, evasión de impuestos).
No sé si agradecer la inmediatez de la información que llega por redes sociales o deplorar la invasión de malas noticias que golpea la psiquis para hundirnos más en la pesadumbre: que haya un accidente de tránsito y la gente rodee los vehículos no para ayudar a los pasajeros sino para robarles es una muestra perturbadora de la aniquilación moral en que hemos caído, del fracaso clamoroso de las religiones. ¿Es la pobreza la que crea monstruos?, me pregunto. ¿Acaso estamos tan fragmentados, tan enfermos, que vamos a pasar por encima de los cadáveres, a correr detrás del mendrugo que nos asegure un día más de sobrevivencia? Que el Gobierno tome medidas de erradicación de la delincuencia está muy bien, pero sanar el alma colectiva es otra cosa. ¿Qué plan, qué proyecto visionario responderá por recomponer la sensibilidad destruida, la solidaridad perdida, la capacidad de educar hacia el bien? Preguntas, puras preguntas. (O)