El escritor Carlos Granés, en su más reciente libro, El rugido de nuestro tiempo: batallas culturales, trifulcas políticas (Barcelona, Taurus, 2025), realiza un balance del primer cuarto del siglo XXI –¡cómo pasó el tiempo!– para proponer un conjunto de ideas en torno a la vida de las sociedades, la racionalidad política y la creatividad artística. Tres ejes ocupan el interés del pensador colombiano; el primero es constatar que lo increíble ha sucedido en la política y en las artes: “Mientras los presidentes se convertían en rockstars, trols y performers, los creadores asumían la misión de señalar los males del mundo”.
El segundo eje se centra en el caudillismo presidencial latinoamericano para describirlo como una peste “con cepas cada vez más delirantes y lisérgicas” que hace que los presidentes se vean a sí mismos como mesías creadores y refundadores de naciones. Y el tercer eje aborda los nuevos giros que han ido teniendo, entre los latinoamericanos, las dudas sobre qué somos como pueblo y si pertenecemos a la civilización occidental o linajes distintos forman nuestros saberes de hoy. En todo esto, impacta darse cuenta de cómo el arte se volvió puritano si lo comparamos con el pasado reciente, cuando los artistas se expresaban con entera libertad.
Antes, los artistas exhibían gestos de vanguardia, a veces extravagantes, pero alejados de la moralidad pesada que obliga a los creadores de hoy incluso a escribir bajo claros programas ideológicos o identitarios. Hemos vuelto a tiempos en que se anima a celebrar unas consignas que quieren hacernos creer que el arte es el pivote que sostiene las rebeliones políticas. Lo curioso de todo esto es que los flancos de la izquierda y de la derecha comparten esta postura. El mal gusto, la frivolidad y la cursilería, si están cobijadas bajo algún lema izquierdista o derechista, se consagran como formas disidentes y transgresoras.
Ahora se solicitan artistas que cumplan una clara misión social y política en la sociedad, que contribuyan a resolver los males que ha provocado la injusticia en el mundo, olvidándose de que la grandeza del arte siempre ha sido dirigirse a cada lector que lee un poema, a cada espectador que se sobrecoge en una película o en una representación teatral, a cada persona que mira un cuadro o se ve a sí misma cuando oye una pieza musical. Estamos, pues, azotados por “el hiperrealismo moral, una exageración del compromiso en el arte cuya finalidad más evidente es que quien lo consume patrocina y premia se muestre ante la sociedad como alguien virtuoso”.
En 2024, el ayuntamiento de Valencia, gobernado por el Partido Popular, promovió un premio de cuento cuyo contenido debía tratar “la superación de los estereotipos asignados a las mujeres y su empoderamiento, la visibilización de figuras femeninas que se puedan tomar como referentes, la presencia de mujeres en ámbitos masculinizados y los obstáculos que tienen que superar en su trayectoria vital”. A su vez, en abril de 2025 la presidenta Claudia Sheinbaum presentó un concurso musical con la consigna “México canta por la paz y contra las adicciones”. ¿Esta es la ruta del arte y la moral de hoy? (O)












