No fue el último el primero de los “informes a la nación”, en el que no se mencionó un solo tema relativo a la “cultura”, asumiendo esta palabra como el conjunto de las artes y el pensamiento. Tampoco he sabido que algún presidente de los Estados Unidos se haya referido a esta materia en su discurso sobre el estado de la Unión. La diferencia estriba en que la actividad cultural en Estados Unidos no es un área en la que intervenga de manera significativa el Gobierno federal, que permite que el pensamiento y las artes se desarrollen en torno a las universidades, los Gobiernos seccionales, fundaciones privadas e incluso empresas comerciales, como ocurre con la producción editorial, el cine y la música popular. En cambio, en Ecuador hasta tenemos un Ministerio de Cultura, lo que demostraría que esta es una faceta muy importante. Y más aún si consideramos que junto con esa secretaría de Estado hay un organismo público, perdón por el eufemismo, de tamaño considerable, como es el sistema de la Casa de la Cultura, que debería estar dedicado a propósitos más o menos parecidos… Digo debería porque la última vez que se supo de las instalaciones de su casa matriz estaban convertidas en alojamiento de un grupo dispuesto a arrasar Quito.

La primera vez que oí de la existencia de un ministro de Cultura era la de un magnífico gigante, André Marlaux, que formaba parte del Gabinete del presidente Charles de Gaulle. Fue un militante de izquierda dura, voluntario en España para luchar por la república, dirigente de la resistencia antinazi, que accedió a colaborar con el general De Gaulle, un líder nacionalista y conservador. Viajero, pensador, literato y activista, impuso su recia personalidad de piloto de guerra y de guerrillero para estructurar un ente dinámico que, a la vez que, a través de las Casas de la Juventud y la Cultura en todo el país, promovía masivamente la creación artística y teorética, convertía a la cultura en la punta de lanza para afirmar la presencia de lo francés en el mundo. Era, pues, un arma geopolítica que afianzaba la “grandeza” con la que De Gaulle pretendía poner a Francia entre las grandes potencias.

La cultura de un país debe estar sostenida por políticas de Estado y su manejo es un tema de soberanía y seguridad. La identidad, que es el cemento que permite existir a una nación, que genera y justifica su ser, es y solo puede ser creada por la cultura. Un país sin cultura, sin unos vínculos culturales que enlacen a todos sus habitantes, no es nada más que un amasijo de personas, una multitud informe, una masa sin sustancia. Nadie es nacional de un país porque tiene un pasaporte; este a lo más será un certificado de su ciudadanía. Se pertenece a una nación porque se comparten determinados hábitos culturales. Malraux envió la Monna Lisa a Estados Unidos: no era una embajadora, era un batallón de ocupación. Vemos a David Lynch, escuchamos a Bob Dylan: no son inocentes, son emanaciones de la particular cultura norteamericana. ¿Por qué creen que era tan importante que Ucrania gane el festival de música de Eurovisión? ¿Nos vamos entendiendo? Como lo dijo Malraux, “la cultura es la condición de la civilización”. (O)