Vivimos días en que el país parece detenido, como si la vida estuviera suspendida. Las movilizaciones han bloqueado caminos, trabajos, esperanzas. La sensación de parálisis nos deja atrapados en un duelo interminable entre reclamos, muchos legítimos y agresivos, y respuestas torpes y represivas. Nadie gana. Todos perdemos.

La humanidad ha sobrevivido porque supo unirse, trabajar en equipo, defenderse colectivamente de peligros mayores. Animales descomunales en tamaño y en fuerza fueron dominados y hasta domesticados. Pero hemos olvidado esa lección básica: avanzamos juntos o nos hundimos juntos. Hoy parece más fuerte la lógica del “primero yo, después yo, siempre yo”. Un yo que no escucha, que no construye, que impone. Un yo personal y colectivo de arrogancia y exclusión.

Por eso el conflicto estalla con furia. En las calles se mezclan la rabia acumulada, los resentimientos históricos y la frustración cotidiana de quienes no ven salidas. Pero el problema no está solo en lo que se exige, sino en el cómo. Las demandas pueden ser justas, pero los métodos las debilitan o las vuelven contra sí mismas.

Basta recordar la diferencia entre Gandhi y ciertos grupos actuales. Gandhi mostró que la resistencia activa podía ser profundamente transformadora sin usar la violencia. Sus marchas eran firmes, organizadas, pedagógicas. Nadie respondía a la provocación, nadie golpeaba, nadie destruía. Esa coherencia entre fin y medio convertía la protesta en semilla de futuro. La legitimidad moral era su fuerza. El otro, todo otro, también era ser humano. Se tratara de un rey, un juez, un militar, un policía, o simplemente un colonizador aislado en su ignorancia y su supuesta superioridad.

En cambio, aquí hemos visto cómo marchas que empiezan pacíficas terminan en insultos, piedras, incendios. Se proclama paz, pero se actúa con violencia. Esa incoherencia erosiona las causas, resta apoyo ciudadano y justifica respuestas represivas. El mensaje se confunde, se diluye y finalmente se pierde.

Necesitamos salir de este círculo vicioso. Ni la represión ciega ni la violencia disfrazada de protesta ofrecen caminos. La salida está en recuperar la fuerza de la no violencia, no como estrategia débil, sino como acto de valentía que desnuda la injusticia y obliga a escuchar. Es necesario un liderazgo que convoque, que discipline a sus bases, que sepa que cada piedra lanzada es un paso atrás en la credibilidad de una causa. El respeto y la dignidad no solo se reclaman para sí, se reconocen y acatan en los demás, incluida la naturaleza.

El Estado, por su parte, debe asumir que gobernar no es vencer al adversario, sino integrar a todos en un proyecto común. Escuchar, dialogar, negociar con respeto. Un gobierno que reprime solo multiplica las heridas. Un movimiento que destruye solo cava su propia tumba. El país pide madurez. No más consignas huecas ni eslóganes robados. No más líderes que se alimentan del caos. Nos urge un acuerdo mínimo: protestar sin destruir, gobernar sin humillar, disentir sin aniquilar. El futuro no se construye desde la parálisis, sino desde la coherencia.

La lección de Gandhi es clara: una causa que se considera justa no puede defenderse con medios injustos. Ese es el camino para salir del impasse y recuperar el país que hoy está detenido. (O)