El conflicto iniciado con el paro de la Conaie está a punto de llegar al nivel en que ya no es posible una solución por medio del diálogo. Desde el sábado convergió la violencia y la intransigencia de Iza y de los grupos armados que lo apoyan con la táctica desestabilizadora del correísmo. Más temprano que tarde debían encontrarse porque ambos consideran que, para alcanzar sus respectivos objetivos, deben previamente crear una situación caótica en la que se cierren todas las salidas políticas. Iza lo hace desembozadamente con la violencia; el correísmo utiliza arteramente un recurso institucional. Ambos aprovechan la cobardía y —hay que decirlo— la inconmensurable ignorancia de buena parte de los actores políticos que no se atreven a condenar esas prácticas por temor a ser identificados con el Gobierno.

Desde hace dos semanas, el Estado, no exclusivamente el Gobierno, perdió el control sobre el territorio. El orden público dejó de estar en manos de las autoridades legítimas y pasó a grupos irregulares que hacen cumplir su voluntad, no la ley, por medio de la coacción y la violencia. Cierre de vías, cobro de peajes, extorsión, chantaje y amenazas a los asambleístas para que voten por la destitución del presidente son los síntomas de un problema que afecta las bases de la convivencia social. Sin un ente legítimo que tenga el monopolio de la fuerza, esta es reemplazada por la arbitrariedad y desaparece el orden republicano y democrático. En esas condiciones, la derogatoria del estado de excepción es un error porque, si bien le quita a la Asamblea uno de los pretextos para la destitución presidencial, a la vez limita el poder estatal para restaurar el orden. Irónicamente, se puede decir que con ello el Gobierno erosiona al Estado. Hay que estar conscientes de que, con o sin estado de excepción, la Asamblea va a actuar guiada por los cálculos políticos y no por el apego a las normas. Es más, el retiro del estado de excepción es un ingrediente que acelera la posibilidad de la destitución, ya que debilita aún más a un Gobierno que cuenta con muy poco espacio y con limitados recursos políticos.

La negativa al diálogo y el incremento de demandas de Iza y su facción violentista prácticamente cierran esa vía. La cobardía de gran parte de los asambleístas está abriendo el camino a la destitución presidencial. La pregunta, en caso de que se imponga esta última, es qué va a suceder en el futuro inmediato. Los correístas patean el problema hacia adelante, al triunfo que creen que obtendrán en la elección que debería ser convocada. Los violentistas se mantendrán en su demanda de resultados inmediatos y, al sentirse triunfadores, incrementarán las exigencias. El cambio de Lasso por Borrero significará vivir unos cuantos meses sin un Gobierno que pueda gobernar y, sobre todo, sin un Estado que pueda ejercer su soberanía en su propio territorio.

La solución no está en aceptar los diez puntos metidos al buen tuntún para justificar la acción insurreccional que Iza plantea sin ambages en el libro Estallido. Tampoco está en caer en el juego chantajista del correísmo. Ambos juegan para las ligas mayores, aquellas que tienen el dinero suficiente para mantener dos semanas de carísimas movilizaciones y para comprar votos en la Asamblea. La crisis no es gubernamental, es estatal. (O)