Gabriel García Márquez se jactaba de haber descubierto una clave para el matrimonio: “Las mujeres dicen que los problemas matrimoniales se resuelven con el diálogo. Es al revés: problema que se dialoga termina en pleito. Hay que hacer confianza y olvidarlo para seguir adelante. Cuando descubrí eso, no volví a pelear con ninguna mujer”.
Es curioso –y hasta gracioso– oírlo en alguien que dominaba como pocos el arte de la palabra.
Me llamó la atención su comentario, y lo vi como una invitación a reflexionar sobre las emociones y las conversaciones en las relaciones humanas.
El filósofo chileno Rafael Echeverría plantea que no solo usamos el lenguaje: somos seres lingüísticos. Nuestra identidad, nuestras relaciones y nuestras posibilidades se construyen conversando.
Humberto Maturana proponía que conversamos para vivir juntos. Y vivir juntos implica también decir cosas que no siempre son cómodas, pero necesarias. El punto es cómo las decimos: desde qué lugar emocional, con qué intención, bajo qué tono. Conversar no debería ser debatir ni vencer al otro. La conversación genuina es una construcción conjunta, no una confrontación. No es un simple intercambio de información, sino una coordinación de acciones y emociones.
Claro, como insinúa Gabo, también existe la posibilidad de callar, de hacerse el tonto y avanzar. Pero el precio del silencio suele ser alto. Cuando no conversamos, la realidad se llena de interpretaciones. Lo que no se habla se distorsiona. Lo que no se pregunta se supone. Lo que no se retroalimenta se repite. Y el vínculo –laboral o familiar– empieza a poblarse de fantasmas.
Siguiendo a Maturana, los conflictos en las conversaciones no nacen de las diferencias, sino de la negación del otro. Surgen cuando dejamos de mirar al otro como legítimo, cuando creemos que nuestra interpretación es la única posible y olvidamos que toda observación es apenas un punto de vista.
Lo cierto es que nos cuestan esas conversaciones complejas. Tal vez porque no sabemos conversar sin armadura. Nos asusta incomodar, perder cariño, equivocarnos. Y es comprensible: toda conversación nace mediada por una emoción, y son las emociones las que determinan nuestras posibilidades de acción. No es lo mismo dialogar desde el resentimiento que desde la resignación, la rabia o el miedo; cada emoción condiciona lo que decimos y el sentido de lo que escuchamos. Las emociones están antes del lenguaje, preceden a nuestro ser lingüístico y, por eso mismo, no siempre es fácil gobernarlas. De ahí la sabiduría de nuestros abuelos: “Cuenta hasta diez antes de hablar cuando estés enojado”.
En una conversación genuina, el otro deja de ser un destinatario y se vuelve un coautor. La conversación transforma. Pero con la tecnología y el vértigo de lo inmediato, hemos ido perdiendo esa capacidad de conversar.
A veces tenemos más diálogos con Chat GPT que con nuestros cercanos.
La idea, entonces, es volver la mirada a la conversación. Recuperar la conversación es recuperar un modo de vivir juntos. Las buenas conversaciones no siempre cambian el mundo, pero cambian nuestra relación con el mundo. (O)









