El espectáculo que vienen dando los integrantes del Consejo mal llamado de Participación Ciudadana y más mal aún de Control Social se origina en tres causas. La primera es su propia naturaleza. Desde que se incluyó en el entramado institucional un ente postizo, que no provenía de la voluntad popular, al que se le trasladaban algunas de las funciones propias de la legislatura, se supo –y se dijo reiteradamente– que abonaría al caos. Su creación formó parte de la estrategia de control de todos los poderes. Nada más fácil que seleccionar a siete desconocidos sin trayectoria política, como lo exige la norma, para evitar la complicada negociación con cien o más legisladores que es lo que corresponde a los principios republicanos. Después de trece años de existencia y una cadena interminable de escándalos que incluyen concursos amañados y expresidentes presos, se comprueban esas previsiones. No tiene una razón de ser, pero ahí sigue y seguirá porque conviene a muchos intereses. Facilita las componendas.

La segunda causa se encuentra en las inmutables prácticas mañosas de la política nacional. Lo que ocurre ahora en ese organismo es cuento conocido desde el inicio del periodo democrático. Los tanques rodeando la Corte de Justicia, la destitución exprés de los integrantes de la Corte Constitucional, del Tribunal Constitucional y del Tribunal Electoral para nombrar a la Pichi Corte, la destitución de 57 diputados y su reemplazo por los que tapaban sus caras y su indignidad con manteles, además de los tres golpes de Estado, fueron episodios de la misma naturaleza. Ningún sector, ningún grupo, ninguna organización política puede decir que no participó por lo menos en uno de estos. Todos, desde la izquierda a la derecha, han usado las mañas ahí en donde debía existir el apego a los procedimientos establecidos y donde debía imperar el diálogo. Engañadores y engañados aceptan el juego porque así lo establece el guion, donde está escrito que mañana se invertirán los papeles. En su actuación gritan, patalean, citan artículos constitucionales, se llenan la boca de leyes y reglamentos, sabiendo que terminarán aceptando las jugadas sucias, porque todo conduce a la realidad de los hechos consumados.

La tercera causa, la chispa que encendió el problema del momento, es la pugna soterrada por la elección del contralor (y secundariamente de otras autoridades). Ese cargo, que en muchos países lo ejerce un cuerpo colegiado, es uno de los más apetecidos cuando la política es entendida como una escalera para el enriquecimiento propio y de los allegados. A pesar de que antes de la vigencia de la actual Constitución por lo menos había el filtro del Congreso para su selección, la mayor parte de los gobiernos que se sucedieron desde 1979 lograron tener a alguien de sus filas en esa función (las excepciones fueron las administraciones de Jaime Roldós, Osvaldo Hurtado y Rodrigo Borja). La creación del organismo de los siete desconocidos estaba orientada a hacer más fácil y expedita esa cobertura de la espalda. Pero eso funcionó adecuadamente cuando hubo una voz omnipotente cuyas órdenes no se discutían, solamente se acataban y se cumplían. Ahora, cuando hemos vuelto a la realidad de la fragmentación y de las cabezas de ratón, la Contraloría se pelea a dentelladas. Bienvenidas las componendas. (O)