En el obituario “Roberto Calasso, nuestro extemporáneo”, publicado en la revista Letras Libres, Ernesto Hernández Busto vincula con gran acierto al ensayista y narrador italiano con el escritor cubano José Lezama Lima. De paso, comenta que le había propuesto a Calasso, como editor de Adelphi, una selección de ensayos de Lezama Lima traducidos al italiano. Nunca llegó a salir, lamentablemente, como un escalón más de desencuentros de buena fe que corrige la lectura póstuma. Como con ningún otro autor de lengua española, comprender la dimensión de Calasso asociándolo no estrictamente con el estilo de Lezama sino con una visión de la cultura dispuesta a saltar sobre siglos y culturas, sin temer al mito o a lo irracional, es decir, sin preocuparse por una eficacia simple, rápida, sometida a la reducción del evemerismo, permite acercar al lector culto a Calasso. Esta brillante asociación de Hernández Busto no deja aparte mi discrepancia frente al adjetivo de extemporáneo. Más bien creo que uno de los propósitos de la escritura del autor de Las ruinas de Kasch o El cazador celeste, es tender hacia nuestros días –nuevamente volvemos a Lezama– esos grandes puentes que no se ven. Lo hizo de manera discreta en los autores que daba a conocer en Adelphi, y que más allá del evidente espectro midcult, sostenía y difundía a escritores como Manganelli, Cristina Campo, Landolfi o al escurridizo Wilcock. Muchas eran recuperaciones editoriales que Calasso no quería que se perdieran en el maremágnum de lo inasequible, o en la ramplonería frívola de un mercado banal y ruidoso. Calasso parece haber trabajado siempre en silencio, incluso con sus propios libros. Y gracias a ese silencio ha querido escuchar con oídos más limpios lo contemporáneo. Hablar de él es hablar de escritura. Empezando incluso por lo más exterior y formal: ese procedimiento editorial en sus libros de remitir al final todas las notas que irían a pie de página, borrando incluso el número de referencia a la nota. Es como si Calasso estuviera buscando, no diré la limpieza para que el lector se deslice en la página, sino eliminar ruidos académicos de scholar y así llegar a un núcleo vivo, palpitante, con una condición prístina, aunque hable de mitos griegos, los Vedas, Kafka o los callejones turbios de la prosa parisina de Baudelaire. Solo un ejemplo: en El cazador celeste, preocupado por tender hacia atrás un puente que vaya de los mitos griegos a la zona oscura de la Prehistoria, da un salto al futuro hablando de la distancia protectora de la civilización cuando evoca un apunte de Henry James de un proyecto de cuento sobre un anciano que lee cómodamente sentado en un sillón y que, de pronto, siente la inminencia y el peligro del retorno de su ex-esposa, pidiéndole volver a la relación, casi como si fuera un miedo atávico hacia la amenaza de un predador. Esta operación comparativa y vinculante, este acercamiento de lo más remoto e irracional hasta los pies de nuestros días, hace de su operación de escritura una filigrana del más alto grado contemporáneo. Su preocupación agnóstica por la noción de los dioses y de los mitos, va mucho más allá de la expectativa religiosa o erudita. No quiere eludir un peso cultural que vibra en otros registros.

Calasso no está solo en esta operación cultural a través de la alta prosa. Forma parte de una generación de escritores italianos nacidos entre 1939 y 1950, desde Carlo Ginzburg a Claudio Magris, Alfonso Berardinelli, Giorgio Agamben, e incluso Franco Moretti, y que a su manera se han preocupado por abrir los espacios de referencia de la cultura más allá de su país, de su lengua e incluso de Occidente. Son cultores del pensamiento, fuertemente nutridos de la vertiente literaria, y de un cuidado vigilante en el desarrollo de la prosa. La de Calasso quizá es la mayor. Su noción de potencia y absoluto en la literatura no oculta sus raíces románticas. Este florentino exquisito es un gran admirador de la novela por ser un buen lector del Círculo de Jena, desde Hölderlin hasta los fragmentos de Schlegel, con ese abrazo incorporador de la alta novela. De Schlegel tomó su advertencia de la necesidad de que una nueva mitología requería abrirse a otras. “Este era el movimiento decisivo –escribe Calasso–: rasgar el cielo hacia Oriente, dejar que una nube de divinidades ignotas invadiera la escena de la cultura europea”. Da cuenta de esta operación en libros suyos como Ka o El ardor, resultados de un ensayista que aprendió sánscrito para profundizar en la cultura de la India de la misma manera que lo ha hecho con la mitología griega.

La única posibilidad de hilvanar ese mundo abierto que le interesa a Calasso era a través del ensayo. Autor de una única novela, Las bodas de Cadmo y Harmonia, su escritura es en realidad una Gran Narración. Eso permite que en sus ensayos no importe solo la idea medular, sino el recorrido del que se vale para revelar cómo en el tema, cualquier que este sea, hay un magnetismo que está hablando a los contemporáneos. Lo apuntó en La Folie Baudelaire: “Se encamina la escritura de un libro cuando quien escribe se descubre magnetizado en cierta dirección, por un arco de la circunferencia, que a veces es mínimo, delimitable en pocos grados. Entonces todo aquello que viene al encuentro –incluso un manifiesto o una insignia o palabras oídas por casualidad en un café o en un ensueño– se deposita en una zona protegida como material en espera de elaboración”. Los sobrevuelos de Baudelaire por los salones de pintura parisinos son los que interesan al Calasso que decide pasear también por la pintura de Tiépolo para relatarnos, a través de otros siglos y épocas, los relatos que hoy necesitamos y podríamos comprender, aunque resulten inesperados y con apariencia remota. Esta disonancia particular de Calasso frente a la inmediatez lo hará legible en el futuro mientras caen, luego de brillar, las carcasas vacías de los fuegos artificiales. (O)