Severo, la editorial quiteña que desde 2019 nos entrega impresos muy escogidos, esta vez pone en circulación un objeto estético, un precioso libro de esmerada concepción para el cual la fotografía y el diseño se hermanan con el contenido. Todo está pensado como una pieza de armónicos lenguajes para mirar y oler, hasta para palpar, un artefacto de papel que gira sobre un eje de depurada belleza. ¿A qué nos remite un título que sugiere lo grande y lo pequeño, un par de extremos productos de la naturaleza? Naturalmente, a poesía, a cálidos y profusos sentimientos, a necesidad y alegoría.

Se trata del tercer poemario de María Auxiliadora Balladares. Sus anteriores Animal (2017) y Guayaquil (2019) dejaron bien en claro un vuelo lírico de diálogo con la vitalidad de la fauna y de conocimiento y reconocimiento –estuvo lejos de su rincón natal– de su ciudad. Ahora, la proximidad con sus dos mascotas caninas le permite una exploración de la sintonía que puede experimentarse con los perros.

Me corrijo: no se trata solo de proximidad. Se trata de ver a dos criaturas singularizadas en sus peculiaridades y en relación con “su” humana, al mismo tiempo que son cifra de vínculos con todo lo viviente. Bajo las patas de pisada suave se despliega el escenario donde el uno “aprende a ver cómo bebe agua una hormiga” y la otra es “pequeña amante de los insectos que no vuelan”. Bestezuelas amadas y compañeras perennes, Roque y Lara se ganan nueve poemas cada uno –libro en estilo cara y cruz que obliga al lector a darle la vuelta al ejemplar–, que van recreando la indecible ligazón que muchas personas sienten y cultivan con sus animales.

Los que amamos a los perros sabemos que ellos tienen rasgos específicos –no sé si es correcto hablar de personalidad–: una manera de ser, conducta propia. Así el perro macho levanta una fulguración homérica cuando la voz poética lo llama “Roque Aquiles /el de los pies breves/ Roque Patroclo /el de la sonrisa nítida y la bondad que precede a la muerte”; pero también se merece versos encadenados en el plural “somos” porque el tú y yo responde, en este poemario, a un ser humano y su perro. Duerme sobre la arena el can, y la imaginería con que se acompaña esa simple acción se despliega en un abanico de agudezas: ¡poder del verso!

Lara parecería premiada con mayor número de imágenes: cuento siete símiles en el poema con que arranca su presencia en el libro para continuar multiplicando originalidad y vigor al llamarla “niña oveja del ingenio doméstico”. A ratos ramalazos de su historia: “fuiste la última en nacer de tu camada”, o sabemos que acompaña a su hermano cuando este camina “por parajes incendiados en el bosque de la epilepsia”. Sin embargo, de manera dominante Lara es enseñanza, paciencia, amor que hace decir a la hablante: “De tu blancura aprendí el desmayo/ pálida flor en el escaparate del duende”. Jamás el diminutivo había sido tan preciso como al momento de homologar a la preciosa criatura blanca con un “vientecito alerta” y “volcancito dormido”. Qué hábil y elocuente la poeta que convierte la esterilización de la hembra en una nostalgia inevitable porque no habrá otra como ella, porque la llama “…única en el devenir del instante”.

Perro que es llamado caballo, perra que es también arveja. El milagro de la poesía es, precisamente, transubstanciar. (O)