La palabra castigar proviene del latín castigare, derivado de castus (“puro”, “limpio”) y agere (“hacer”). Su significado original, por tanto, alude a la idea de purificar o corregir. Sin embargo, a lo largo de los años el término se ha asociado con excesos, censuras y represiones. Como consecuencia, actualmente “castigo” se percibe casi como un insulto o una palabra prohibida. Esta percepción ha llevado a que, en la práctica educativa y familiar, se evite cualquier forma de corrección, como si la convivencia ideal se basara en seres perfectos en los que hablar con amabilidad bastara para resolverlo todo. Se ha instalado la idea de que el castigo debe evitarse a toda costa, y así hemos desarrollado un temor profundo a corregir a nuestros propios hijos.
El problema se vuelve especialmente crítico en la adolescencia. Todos hemos atravesado esa etapa en la que queremos experimentar situaciones para las que aún no estamos preparados, creyéndonos adultos antes de serlo. Generalmente los adultos regulaban esas conductas, y era común recibir algún castigo cuando cruzábamos ciertos límites. En cambio, hoy encontramos padres temerosos de corregir y para evitar cualquier tipo de sanción se han normalizado prácticas que, en el fondo, se saben que no son adecuadas. Un ejemplo entre muchos es permitir el consumo de alcohol. Antes los adolescentes debían arriesgarse a escondidas, temiendo ser descubiertos. Hoy, algunos padres permiten que sus hijos comiencen a beber desde los primeros años de secundaria. Adolescentes de apenas 12 años se reúnen para beber, vapear o fumar con el conocimiento –e incluso la presencia o aprobación– de los adultos. A esto se suman el uso temprano de redes sociales sin supervisión y el acceso a tarjetas de crédito. ¿Realmente creemos que están preparados para asumir esas responsabilidades?
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Es importante recordar que la ausencia de castigos o consecuencias implica, en el fondo, una ausencia de autoridad. Y ya estamos viendo las repercusiones de esa falta de límites en nuestra sociedad y en nuestro país. Castigar, en su sentido correcto, es una responsabilidad que recae principalmente en los padres. Un castigo bien aplicado se guía por el vínculo emocional y el deseo de proteger y formar. Es un trabajo, sin duda: requiere tiempo, dedicación y atención constante. Pero es necesario reaprenderlo y, sobre todo, no abandonar a nuestros hijos en su proceso de crecimiento. (O)
Christian Pavón Brito, profesor universitario, Guayaquil