La generalización podría resultar apresurada, pero son tantos los involucrados que, digo yo, los libres de pecado que lancen la primera piedra. La desconfianza en la administración de justicia es general. ¿Dónde están los verdaderos jueces?
Ser juez de la República es un privilegio. Es formar parte del selecto grupo de ejemplares ciudadanos profesionales del derecho, al que se les ha otorgado por sus mejores virtudes humanas la facultad extraordinaria de proclamar la inocencia o culpabilidad sobre hechos, de distinta naturaleza, que son objeto del debido proceso en sus despachos. Quienes han sido seleccionados para cumplir con tarea tan delicada y trascendente (por sus fallos) saben que administrar justicia “es un servicio que satisface necesidades colectivas” y que el juez es “el garante efectivo de los derechos de las personas”. Por tanto, sin alarde ni exhibicionismo burdo y barato, cada uno de ellos debe sentirse feliz porque se sepan sus virtudes: honestidad, conocimiento, prudencia, diligencia, imparcialidad, independencia, transparencia, responsabilidad, integridad, entre otras. Sobre una estructura constitucional democrática, de respeto a la independencia de poderes, la seguridad jurídica es el pilar fundamental para el progreso del país y el bienestar de sus habitantes. Sus jueces no solo son doctos en la materia, sino que “obran correctamente”, no están al servicio del interés particular, no ceden a las presiones ni son influenciables (y comprables). Se trata de magistrados (“juzgan y hacen ejecutar lo juzgado”) que dan lustre, prestigio y honor, que hacen valer la ley, que dan a cada quien lo que le corresponde, que son justos, rectos, equitativos. En fin, esto y más caracteriza a una bien organizada y adecuada administración de justicia y al accionar de sus jueces; sin embargo, en Ecuador —hay que admitirlo con pena y preocupación— se registra todo lo contrario. Debe haber excepciones, pero no se notan, ¿sí o no? (O)
Jorge Arturo Gallardo Moscoso, licenciado en Comunicación Social, avenida Samborondón