El decoro es honor, respeto, reverencia que se debe a una persona por su nacimiento o dignidad. Es pureza, honestidad, recato. En la práctica normal, conocemos como “decoro” al comportamiento de las personas que respetan estos conceptos, que cumplen con las leyes y que anteponen ante todo la honestidad y la ley.
Lamentablemente, con mucha pena observamos que muchos actores políticos y otras dignidades actúan sin decoro. Francamente, estaba más que convencido de que, de alguna manera, los estudios universitarios contribuyen a la actuación decorosa de muchos profesionales, pero no: la evidencia me ha decepcionado.
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Tenemos asambleístas que actúan de manera atropellada y sin decoro, como la presidenta de una de las comisiones de la Asamblea, que pretendió desconocer procedimientos y reglamentos para conocer un juicio político con la intención de acortar camino al juicio que le interesa. También, tenemos a otra asambleísta que presenta un juicio y lo hace sin cumplir los requisitos; el Consejo de Administración del Legislativo da paso al mismo juicio, pese a que un informe de la unidad técnica del Legislativo decía que no cumplía con los requisitos.
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Vamos más allá. Un Consejo de la Judicatura que lleva adelante un concurso para elegir jueces de la Corte Nacional de Justicia, proceso cuestionado hasta la saciedad. Y no se diga de una Corte Nacional de Justicia que envía ternas compuestas por personajes no aptos (al menos uno de ellos), para que se elija al presidente del Consejo de la Judicatura.
Profesionales del derecho que creen que las actuaciones teatrales en el hablar y actuar son parte de la profesión, y no el contenido de los temas.
En fin, se ha terminado el decoro en el ámbito público de nuestro país, quizás con muy pocas excepciones. (O)
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José Manuel Jalil Haas, ingeniero químico, Quito