En medio de esta desconcertante vorágine de violencia que actualmente afecta al Ecuador, con inéditos episodios de muerte y destrucción, perpetrados por grupos criminales, movidos por la codicia e intereses económicos ilícitos y que con sevicia se ensañan en sus víctimas, entre las que se cuenta casi un centenar (si la cifra no es mayor) de policías asesinados en este demencial e irracional conflicto armado interno, es pertinente recordar un pasado no muy lejano.

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Hubo un tiempo en el que nuestro país, que supuestamente era la utópica “isla de paz”, concepto sobre el cual tanto se ha hablado y escrito, gozó de una relativa seguridad interna para sus habitantes, y era muy alarmante que existiesen casos trágicos de extremo perjuicio, concluidos con asesinatos, que se constituían en noticias de conmoción.

Justamente, recordarlo es mantener viva su memoria y legado, por si lo han olvidado.

Los acontecimientos de policías victimados por delincuentes en esa época eran más bien infrecuentes. Uno de estos casos se suscitó el 15 de junio de 1989, cuando el capitán de Policía César Eduardo Zea López (ascendido post mortem a mayor) fue aleve e infamemente asesinado en el norte de Quito, abatido cuando cumplía su servicio de investigación en torno a los integrantes de una banda organizada que delinquía en la capital.

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Aquella noche, hace 35 años, terminó su vida terrenal y se forjó la historia de un héroe policial, en un hecho que las nuevas generaciones policiales deberían conocer. Quienes como cadetes fuimos sus alumnos en la Escuela de Policía, reverentes, lo recordamos como el instructor que nos transmitió enseñanzas, valores y principios útiles para la profesión policial; y todos quienes lo conocimos recordamos con pesar su sacrificio en el cumplimiento del deber. Justamente, recordarlo es mantener viva su memoria y legado, por si lo han olvidado. (O)

Enrique F. Suárez Salazar, Quito