En una época en la que la información se consume en segundos y la memoria colectiva parece diluirse, detenernos a mirar la historia no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de responsabilidad. La humanidad ha transitado un camino complejo: desde las primeras chispas encendidas en la prehistoria hasta los algoritmos que hoy dirigen parte de nuestra vida diaria. Cada etapa, la Edad Antigua con sus imperios y saberes, la Edad Media con sus contrastes entre fe y conocimiento, la Edad Moderna como punto de expansión y revolución, y la Edad Contemporánea con su vértigo de cambios, han dejado huellas que siguen marcando nuestro presente.

La historia no es solo un relato de fechas y batallas. Es un mapa vivo de cómo sociedades enteras han respondido a desafíos universales: cómo alimentar a sus pueblos, cómo organizar el poder, cómo convivir con él y cómo innovar sin destruirse en el intento. Entender estos patrones no es tarea exclusiva de académicos; es un deber ciudadano, especialmente cuando los retos globales; climáticos, tecnológicos, políticos, exigen una mirada amplia y contextualizada.

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Hoy, el riesgo no está en desconocer el pasado por falta de acceso a la información, sino en reducirlo a fragmentos descontextualizados. El peligro de olvidar las lecciones históricas es repetir sus errores con herramientas más poderosas y consecuencias más profundas. Del fuego a la inteligencia artificial, la trayectoria humana demuestra que el progreso técnico no siempre va de la mano del progreso ético.

La historia mundial es, al mismo tiempo, espejo y brújula. Espejo, porque nos refleja lo que hemos sido; brújula, porque señala caminos posibles y advierte precipicios. En un mundo hiperconectado, comprender nuestra evolución como especie es el primer paso para no perdernos en la inmediatez. Porque solo quien sabe de dónde viene, puede decidir con mayor claridad hacia dónde quiere ir.

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Esa lección es válida para cualquier nación, y Ecuador no es la excepción. Nuestra historia económica es, en buena parte, la crónica de una dependencia que se repite: cacao, banano, camarón, petróleo. Distintos productos, un mismo patrón. Cada auge ha venido acompañado de expectativas desbordadas y gasto acelerado; cada crisis, de ajustes dolorosos y promesas de cambio que pocas veces se cumplen. Este ciclo, tan predecible como dañino, ha marcado no solo las cifras macroeconómicas, sino la calidad de vida de millones de ecuatorianos.

Desde la agricultura diversificada de las culturas prehispánicas hasta la dolarización del año 2000, el país ha pasado por transiciones que fueron tanto respuesta a circunstancias externas como resultado de decisiones políticas. La Revolución Liberal de 1895, el boom bananero de mediados del siglo XX, la explotación petrolera iniciada en 1972 y la adopción del dólar en el 2000 en plena crisis bancaria, son hitos que cambiaron el rumbo nacional. Sin embargo, el hilo conductor ha sido el mismo: crecer cuando el mercado mundial sonríe y ajustarse cuando nos da la espalda.

Hoy, en pleno siglo XXI, el reto es romper ese ciclo. El precio del petróleo no puede seguir marcando el pulso de nuestras políticas públicas. El impacto de la pandemia de COVID-19 y la desaceleración global han dejado claro que la resiliencia económica no se construye sobre la dependencia de un solo sector, sino sobre una base diversificada que incluya innovación, tecnología y sostenibilidad.

Ecuador necesita mirar su historia económica no como un simple registro de cifras y fechas, sino como un espejo que refleja errores que no debemos repetir. La dolarización nos dio estabilidad, pero también nos recuerda que sin disciplina fiscal y sin ampliar la matriz productiva, cualquier estabilidad es frágil. La oportunidad está en invertir en sectores que generen valor agregado, abrir nuevos mercados y fortalecer la institucionalidad que dé confianza a largo plazo.

La historia, ya sea global o nacional, no es un archivo muerto. Es la memoria activa que nos advierte y nos orienta. La economía no es un juego de suerte, y nuestra trayectoria lo confirma: el futuro dependerá de si somos capaces de aprender de nuestras lecciones y apostar por un modelo que no viva al ritmo de los precios internacionales, sino al de nuestra propia capacidad para innovar, producir y competir. (O)

Jorge Ortiz Merchén, máster en Economía y Políticas Públicas, Durán