Desde hace mucho tiempo, demasiado, los ecuatorianos tenemos miedo.
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En este Ecuador actual nos hemos acostumbrado a mirar por encima del hombro; a tratar de no salir, o procurar llegar a casa lo más temprano posible; a temer por nuestras vidas si vamos a algún lugar público, porque no hay barrio ni hora en que no se corra el riesgo de ser asaltado o asesinado.
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Como consecuencia lógica a esto hay un clamor general para que esto termine. Son incontables las voces que se han alzado pidiendo y exigiendo una solución. Se ha criticado duramente al presidente saliente acusándolo de blando e ineficaz y todas las esperanzas están cifradas en el presidente electo, de cuyo intelecto y buena disposición no me cabe la menor duda, pero me permito señalar que se le está asignando una tarea por demás difícil y compleja. Tengo la impresión de que todos esperan resultados inmediatos, pero el mal está tan extendido y arraigado, son tan fuertes las mafias y los carteles, que no existe quien pueda agitar una varita mágica para que desaparezcan instantáneamente. Tomará meses para que -en el mejor de los casos- algún resultado positivo sea visible.
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Por otra parte, si bien todos exigen resultados, nadie plantea soluciones concretas. Insinuaciones hay muchas, se recuerda a presidentes que en ocasiones anteriores mostraron mano dura; se señala como modelo al gobernante de un país centroamericano y se pide que el ejército salga a las calles, pero nadie dice frontal y públicamente qué acciones se espera del primer mandatario. Es obvio que si el ejército saliera a las calles como se clama, no ha de ser para desfilar ni pasearse; entonces el mensaje implícito (lo que además se dice a menudo, pero en privado), sería: “para que dé bala”. A este respecto me permito preguntar a mis conciudadanos: ¿queremos una ciudad sitiada y un mayor derramamiento de sangre?; ¿estamos dispuestos a respaldar incondicionalmente al presidente Noboa, si efectivamente opta por esa medida, frente a la cobertura sensacionalista de los medios de comunicación y las noticias frecuentemente distorsionadas de las redes sociales; los reclamos de los derechos humanos; los lamentos de esposas y madres por el “injusto” daño a sus “angelicales” hijos y maridos y los clamores de la oposición que inmediatamente izarán su bandera política y comenzarán a tildarlo de asesino?; ¿alguien puede proponer una solución práctica, viable y que no implique violencia? Me encantaría conocerla. (O)
Dora María Fassio Arzube, docente, Guayaquil