Cuando estamos frente a mentalidades afectadas por desequilibrios como un ego exagerado, manifestado como soberbia, arrogancia, altanería, insolencia, ultraje o desmesura, encontramos reacciones incomprensibles frente a circunstancias que se le muestran adversas a las personas así afectadas.
Cuando son políticos los enfermos de esta afección, las reacciones más visibles son las que se manifiestan al perder elecciones. Para quienes padecen esa enfermedad, que muchos psiquiatras o psicólogos llaman hubris, al perder una elección, reaccionan en busca de justificaciones que enmascaren sus falencias y errores que condujeron a esa derrota. La más fácil es el fraude, concepto que frente a algunos de sus seguidores (no de todos, por supuesto), se transforma en bandera de lucha, para que sus mentes, enfermas de fanatismo, encuentren una explicación “lógica” a lo sucedido.
Con el paso del tiempo, la cantidad de fanáticos se va reduciendo, y, como en el caso de las elecciones ecuatorianas del 13 de abril pasado, no llega siquiera a la cantidad de votos consignada en las urnas. La reacción de los que apoyan la ocurrencia de fraude se ha visto bastante limitada, sin que se haya visto manifestaciones en apoyo a este concepto, reacciones que se han limitado a unos pocos incondicionales y se ha centralizado en un líder que de manera inexplicable ha sacado a relucir recursos económicos que financian viajes para andar perorando sobre lo que él llama fraude y que no ha tenido ningún eco internacional, salvo unos pocos mandatarios afectados de su mismo mal.
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Se transforma, en este caso, el fraude, en una necesidad de las mentes que necesitan mantener una apariencia de triunfadores y de usurpaciones de poder contrarios a la voluntad popular que ellos sienten que nunca les ha sido esquiva. Pero la voluntad del pueblo en apoyo de esos líderes, enfermos, ya se ha transformado en tendencia clara al declive y se la siente en las conversaciones, en la escasez de manifestaciones en apoyo a versiones ridículas, como la de la tinta migrante, o la absurda creencia de que el apoyo popular sigue leyes matemáticas, estadísticas o electorales, que la voluntad popular es inmutable y que no existe ningún razonamiento para votar.
Por el momento, la teoría del fraude la vemos como una necesidad de un reducido grupo de personas, claramente afectados por enfermedades como el fanatismo, o con solidaridades mal entendidas, cuyas mentes se niegan a aceptar realidades que les han sido adversas. (O)
José Manuel Jalil Haas, ingeniero químico, Quito